25/11/20

Pandemia y capitalismo Hoy más que nunca: Socialismo o barbarie (Parte II)

 


Nota: publicamos la segunda parte del artículo Pandemia y capitalismo. Hoy más que nunca: socialismo o barbarie.

Por: William Andrade

El sistema capitalista-imperialista mundial es el causante de esta pandemia… y de las otras que se avecinan

La pandemia es un fenómeno natural-social, como hecho natural está gobernado por determinaciones que escapan a la causalidad social. En efecto, la humanidad ha convivido desde siempre con todo tipo de virus procedentes de animales y de plantas, muchos de los cuales incluso son benignos y parte constitutiva de nuestro sistema inmunológico, e incluso nosotros también se los transmitimos a ellos. De allí que una parte fundamental de la actual crisis tiene que ver con las peculiaridades de este virus específico y con el hecho de que es nuevo y desconocido para la ciencia. Pero como fenómeno social, la pandemia no es algo natural ni mucho menos inevitable. Todo lo contrario; la emergencia de esta pandemia tiene todo que ver con las condiciones desastrosas y bárbaras que el sistema capitalista-imperialista impone al intercambio metabólico entre la especie humana y el planeta.

Ya desde finales del siglo XIX, a partir del seguimiento minucioso de la historia de la agricultura en Europa y en Estados Unidos, así como del estudio de los avances de las ciencias de la época, en especial en lo relacionado con la química agrícola –abanderada por grandes precursores como Liebig–, Marx y Engels constataron que los avances científicos y técnicos que la burguesía implementaba en este campo sólo contribuían –en última instancia– a la destrucción creciente de la naturaleza. También concluyeron que la separación entre ciudad y campo ahondaba día a día este problema creando condiciones de insalubridad en las grandes ciudades y despoblando y privando de sus nutrientes al campo. Por esta vía es que Marx llega a formular su lapidaria tesis acerca de que el capitalismo había producido ya una fractura en el intercambio metabólico entre nuestra especie y la tierra, que se produce a través del mediador dialéctico que es el trabajo humano. En el tomo III de El Capital Marx señala:

La moral del cuento… es que el sistema capitalista va en dirección opuesta a la agricultura racional, o que la agricultura racional es incompatible con el sistema capitalista (aun cuando este último promueva el desarrollo técnico de la agricultura) y necesita, bien pequeños agricultores que trabajen para sí mismos, o el control por parte de los productores asociados. (Citado por Bellamy Foster, 2004, p. 255.)

Pero incluso, ya desde su juventud en los famosos Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844, la visión que construyó y que comparte con Engels sobre el tipo de vínculo entre nuestra especie y la naturaleza dista mucho de las maliciosas afirmaciones de los detractores del marxismo. Esa visión evolucionó con los años hasta configurar un punto de vista científico y crítico que sigue siendo una guía valiosa para orientarnos en el presente y para comprender las causas profundas de la actual crisis mundial:

Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir. Que la vida física y espiritual del hombre está ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza. (Marx, 1970, p. 111.)

Muchos reconocen estas posiciones de Marx, pero las atribuyen a una suerte de romanticismo de juventud. Se equivocan, estos no son más que los primeros atisbos filosóficos de su verdadera y madura concepción científica sobre la relación hombre-naturaleza y su mediador dialéctico, el trabajo, como se advierte en el tomo I de El Capital:

El trabajo es, antes que nada, un proceso que tiene lugar entre el hombre y la naturaleza, un proceso por el que el hombre, por medio de sus propias acciones, media, regula y controla el metabolismo que se produce entre él y la naturaleza (…) Pone en movimiento las fuerzas naturales que forman parte de su propio cuerpo, sus brazos, sus piernas, su cabeza y sus manos, con el fin de apropiarse de los materiales de la naturaleza de una forma adecuada a sus propias necesidades. A través de este movimiento actúa sobre la naturaleza exterior y la cambia, y de este modo cambia simultáneamente su propia naturaleza… [El proceso de trabajo] es la condición universal para la interacción metabólica [Stojfivechsel] entre el hombre y la naturaleza, la perenne condición de la existencia humana impuesta por la naturaleza. (Marx, El Capital, tomo I, p. 243 de la edición inglesa citada por Bellamy Foster). 

Pero hay más, para presentar una imagen clara de las verdaderas posiciones de Marx sobre estos problemas se pueden consignar muchos otros fragmentos de su obra. No es posible hacerlo en este trabajo; nos limitaremos a dos citas de dos tomos distintos de El Capital y una de Engels, que tienen la virtud de ser contundentes y hablar por sí mismas:

El latifundio reduce la población agraria a un mínimo siempre decreciente y la sitúa frente a una creciente población industrial hacinada en grandes ciudades. De este modo da origen a unas condiciones que provocan una fractura irreparable en el proceso interdependiente del metabolismo social, metabolismo que prescriben las leyes naturales de la vida misma. El resultado de esto es un desperdicio de la vitalidad del suelo, que el comercio lleva mucho más allá de los límites de un solo país. (Liebig)… La industria a gran escala y la agricultura a gran escala explotada industrialmente tienen el mismo efecto. Si originalmente pueden distinguirse por el hecho de que la primera deposita desechos y arruina la fuerza de trabajo, y por tanto la fuerza natural del hombre, mientras que la segunda hace lo mismo con la fuerza natural del suelo, en el posterior curso del desarrollo se combinan, porque el sistema industrial aplicado a la agricultura también debilita a los trabajadores del campo, mientras que la industria y el comercio, por su parte, proporcionan a la agricultura los medios para agotar el suelo. (El Capital, Tomo III, citado por Bellamy Foster, p. 241.)

(…) Pero, al destruir las circunstancias que rodean al metabolismo… obliga a su sistemática restauración como ley reguladora de la producción social, en una forma adecuada al pleno desarrollo de la raza humana… Todo progreso en la agricultura capitalista es un progreso en el arte, no de robar al trabajador, sino de robar al suelo; todo progreso en el aumento de la fertilidad del suelo durante un cierto tiempo es un progreso hacia el arruinamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad… La producción capitalista, en consecuencia, solo desarrolla la técnica y el grado de combinación del proceso social de producción socavando simultáneamente las fuentes originales de toda riqueza: el suelo y el trabajador. (El Capital, tomo I, citado por Bellamy Foster, p. 241.)

La abolición de la antítesis existente entre la ciudad y el campo no es que meramente sea posible. Ha llegado a ser una necesidad directa de la propia producción industrial, del mismo modo que se ha convertido en una necesidad de la producción agrícola y, además, de la salud pública. Al actual envenenamiento del aire, del agua y de la tierra únicamente puede ponérsele fin mediante la fusión de la ciudad y el campo, y tan sólo esa fusión cambiará la situación de las masas que ahora languidecen. (Engels, Aportes al problema de la vivienda, citado por Bellamy Foster, pp. 269-270). 

Esta perspectiva, al mismo tiempo nos permite constatar cómo el capitalismo convierte sistemáticamente las más altas conquistas de la humanidad en su contrario, en desgracias y fuente constante de sufrimientos, en este caso referidas tanto a los avances en la química del suelo como a la gran conquista social y cultural que significa la ciudad. Esta crisis o este desequilibrio brutal entre ciudad y campo no ha hecho sino agudizarse con el correr del tiempo, al punto que ya no sólo tenemos grandes ciudades –Londres tenía unos 3 millones y medio de habitantes cuando Engels escribió su apasionada denuncia de las condiciones de vida de la clase obrera en esa ciudad en 1847–; hoy tenemos megalópolis de 10, 12 y hasta 30 millones de habitantes.

En lo que tiene que ver con la emergencia de la actual pandemia, geógrafos críticos y urbanistas como el mismo Mike Davis, biólogos evolutivos y ecólogos de las enfermedades coinciden en denunciar que son ciertas condiciones de la producción de alimentos en el capitalismo actual, así como la configuración de determinados circuitos económicos y sociales de esa producción los que explican lo que está pasando:

La destrucción de los bosques, tanto a manos de multinacionales como de agricultores de subsistencia desesperados, elimina la barrera entre las poblaciones humanas y virus silvestres aislados endémicos de las aves, los murciélagos y los mamíferos. Las granjas industriales y los gigantescos corrales de engorde actúan como inmensas incubadoras de nuevos virus, mientras que las condiciones sanitarias en los barrios marginales dan lugar a poblaciones que están al mismo tiempo densamente abarrotadas y debilitadas a nivel inmunitario. La incapacidad del capitalismo global para crear empleo en los llamados países “países en vías de desarrollo” se traduce en que mil millones o más de trabajadores de subsistencia (“el proletariado informal”) carecen de un nexo patronal con la atención médica o de los ingresos necesarios para adquirir tratamientos en el sector privado, una situación que los deja a merced del colapso de los sistemas de hospitales públicos, si es que existen. La protección biológica permanente contra nuevas plagas, por consiguiente, precisaría algo más que vacunas. Sería necesario suprimir estas “estructuras de emergencia sanitaria” a través de reformas revolucionarias en la agricultura y en la vida urbana que ningún gran país capitalista o con capitalismo de estado estaría dispuesto a adoptar bajo ningún concepto por voluntad propia. Un equipo de excelentes investigadores médicos, doctores de la sanidad pública y periodistas informados –Paul Farmer, Richard Horton, Laurie Garrett, Rob Wallace, entre muchos otros–, llevan años tratando de mostrarnos estas conexiones sistémicas. Como subrayó Wallace hace tiempo: “los impactos agroeconómicos del neoliberalismo global son incuestionables, pueden sentirse en todos los niveles de la organización biocultural, hasta la escala del virión y la molécula”. (Davis, 2020, pp. 24-25, los resaltados son nuestros.)

Cada vez tenemos más datos que muestran que las últimas y más peligrosas enfermedades proceden de virus portados por animales silvestres, pero al mismo tiempo, también es un hecho que los modos de producción de carne –principalmente de pollos y de cerdos– para las grandes cadenas de comidas rápidas se han convertido en una fuente permanente de nuevos virus,  y, peor aún, está demostrado que existe una creciente interacción entre ambos tipos de virus, lo que genera recombinaciones genéticas, mutaciones y surgimiento acelerado de nuevas cepas. Por si acaso hay alguna duda, tenemos: el VIH que se originó en monos; el Ébola, el Nipah y el SARS, que proceden de murciélagos; el H1NI, el MERS-CoV (Síndrome Respiratorio por Coronavirus de Oriente Medio); la gripe porcina; la gripe aviar; el zika, y un largo etcétera.

A estos factores se agregan otros, como el hecho de que está teniendo lugar un proceso acelerado de urbanización en vastas zonas del mundo, principalmente en Asia y en África. En el caso de África, un agravante es que la tremenda demanda de proteína animal que esto genera, gracias al atraso y la miseria, no es suplida por una ganadería desarrollada a mediana o gran escala, lo que está redundando en la caza indiscriminada de todo tipo de animales silvestres. En el caso de Asía, principalmente de China pero también Vietnam y Tailandia (y que también está presente en todos los otros continentes), avanza una creciente industria de pollos y cerdos caracterizada por tres factores que son un caldo de cultivo para nuevos virus: el hacinamiento masivo, que deprime la respuesta inmunológica; la abolición de la reproducción in situ, que destruye la diversidad genética clave para aminorar el impacto de los virus, y el sacrificio en extremo temprano de los animales, que incrementa el ingreso acelerado de nuevos ejemplares a la exposición de los virus emergentes.

Otro factor determinante tiene que ver con los cambios abruptos que generan los procesos de urbanización en zonas de frontera con zonas selváticas. Están surgiendo en pequeñas y medianas ciudades –repletas de barrios marginales con una pésima dotación sanitaria y casi inexistentes sistemas de salud pública– productoras de pollos o cerdos en espacios en los que hay interacciones fuertes con aves silvestres y con murciélagos portadores de todo tipo de virus. Para colmo de males, estás nuevas ciudades se encuentran muy conectadas con los grandes centros urbanos de sus países y del mundo, y en algunas de ellas es muy frecuente el transporte por grandes carreteras de animales vivos, de modo que cuando aparecen nuevos virus o estallan epidemias de virus ya conocidos, el contagio nacional y mundial –gracias a la globalización– se produce de manera extremadamente rápida. Y, cómo ya se ha insistido, no existe una correspondencia mínima entre este intercambio mundial y el despliegue de un sistema mundial de salud.

Existe todavía otro factor: hay prácticamente un acuerdo mundial en la reconstrucción de la forma en que se produjo el traspaso interespecie del coronavirus; se sabe al menos que debió pasar de los murciélagos a los pangolines y que estos son de consumo masivo en ciertos sectores de la población china. Podría pensarse que se trató de un pequeño caso aislado, pero sin embargo no es así, pues se sabe que el mercado de animales silvestres en ese y en otros países es un negocio en expansión:

La escala del consumo de carne de animales silvestres en el sur de China es realmente pasmosa. Según estudios oficiales, se trata de una industria de 76.000 millones de dólares en la que trabajan directa o indirectamente 14 millones de personas. (Davis, 2020, pp. 20-21.)

Este panorama se conjuga con todo lo expuesto antes sobre el retroceso histórico en materia de salud pública a escala mundial. En este marco es preciso alertar sobre la tendencia creciente a que emerjan cada vez más epidemias y hasta nuevas pandemias. El ecólogo de enfermedades Peter Daszak ha dicho que estamos encarando mal epidemias como el Covid-19, refiriéndose a que es un hecho que, por las acciones humanas, cada vez estamos más expuestos a nuevas enfermadades infecciosas, y que no podemos simplemente esperar a que aparezcan, sino que debemos prevenirlas, sobre todo porque:

Calculamos que probablemente hay 1,7 millones de virus desconocidos que podrían infectar a las personas en la vida silvestre. Conocemos solo un par de miles. Por lo tanto, debemos salir y encontrar esos virus, obtener la secuencia genética y comenzar a trabajar en las vacunas para todo el grupo, en lugar de solo una. 

En otras palabras el sistema capitalista-imperialista, en su decadencia avoca a la humanidad a la aparición de nuevas pandemias como la del Covid-19, no hay manera de evitar que esto ocurra si la humanidad no se libera de esa plaga, madre de todas las plagas, que es este mismo sistema.


Socialismo o barbarie

Lo que describimos aquí es toda esa miseria en un mundo de inigualable riqueza; toda esa precariedad de la atención en salud pública en una época en la que la ciencia avanzó como en ninguna otra; toda esa ineptitud de los estados para garantizar los servicios públicos mínimos; toda esa muerte y desolación, y esa “incapacidad” manifiesta de asegurar la vida y mejorarla. Todo esto no es otra cosa que el avance de la barbarie en nuestro mundo. El capitalismo no sólo no satisface las necesidades humanas básicas de la inmensa mayoría de la población, sino que incrementa el desempleo, la hambruna y la muerte, y como advertimos desde el inicio, avanza a pasos agigantados hacia la catástrofe generalizada poniendo en riesgo la vida misma de la especie en el planeta.

La única manera de parar la barbarie es hacer la revolución, por dura y costosa que esta tarea resulte en la actualidad. Un proceso tan brutal de destrucción no puede ser encarado con respuestas rutinarias, con las luchas reivindicativas de siempre, para defendernos o para sacar algo y seguir subsistiendo, que no funcionan cuando lo que está en juego es la vida misma.

No hay salida para este desastre en los marcos del capitalismo, toda la verborrea que promulga la existencia de un “capitalismo más humano”, todas esas mil y una formas del reformismo, tanto de derecha como de izquierda, naufragan en el río de muerte de esta pandemia. Sólo el socialismo, una sociedad basada en la asociación democrática de los productores –de los trabajadores– puede proporcionar una salida de fondo a estas calamidades. Incluso como ha podido verse en todos los rincones del mundo, ha sido la solidaridad incondicional de los de abajo, en los barrios, en las escuelas, en las fábricas, la que nos ha permitido sobrellevar la crisis en medio del desastre sanitario y económico provocado por el sistema, y agravado por los manejos torpes e incluso ruines de la crisis por parte de los gobiernos burgueses de todos los colores.

Pues el socialismo es el sistema que se basa en la propiedad colectiva de los medios de producción, en la destrucción de las clases sociales y en la planificación racional de la economía con base en la decisión democrática de los trabajadores, de modo que se produzca no para generar ganancias que beneficien a individuos particulares sino para satisfacer las necesidades de toda la sociedad. Sólo el socialismo podría satisfacer las necesidades básicas de la humanidad: salud, alimentación, vivienda, sanidad, educación, pues es un sistema que busca resolver la contradicción insalvable del capitalismo: que en él la producción de la riqueza es colectiva, pero la apropiación es privada.

Si bien el socialismo no ha llegado a instaurarse plenamente en la historia,  las experiencias más avanzadas, como la de la revolución rusa de 1917, nos proporcionan ejemplos contundentes al respecto: sociedades como la soviética, que llegó a liberar del hambre crónica, del analfabetismo y el atraso cultural a millones; alcanzando logros científicos y tecnológicos que hicieron que se convirtiera en una de las primeras potencias mundiales en apenas tres o cuatro décadas, después de ser el país más atrasado de Europa. Incluso Cuba, un país pequeñito, ha logrado avances en educación y en medicina que aún hoy –en medio del proceso de restauración capitalista– son ejemplo para toda la humanidad.

Por supuesto, no queremos esconder las terribles contradicciones que en el plano político han marcado la experiencia de estos países, a partir del triunfo del estalinismo en las URRSS, y que se impuso en el resto del mundo a través de la degeneración y posterior disolución de la Tercera Internacional y los partidos comunistas en todos los países. Pero, al contrario de lo que propagan los ideólogos del capitalismo –quienes han dado por muerto al socialismo– insistiendo en que se demostró su fracaso histórico, es preciso recordar que apenas en sus primeros intentos –los cuales fueron combatidos despiadadamente por la contrarrevolución mundial– y que no llevan más de un siglo, mientras el capitalismo se tardó por lo menos tres siglos en instaurarse, las revoluciones socialistas produjeron avances inigualables en favor de las masas obreras y populares, muchos de los cuales siguen iluminando el futuro de las nuevas generaciones, y que esos avances probaron al menos dos cosas indiscutibles: una, que la burguesía es un parásito absolutamente innecesario, que los trabajadores solos son capaces de poner en funcionamiento una sociedad superior sin su existencia; dos, que lo único que explica que en esos países –y en tan corto tiempo– se hayan producido saltos gigantescos en salud, en educación, en vivienda, en cultura, es que esas revoluciones expropiaron a los capitalistas y pusieron la riqueza social al servicio de toda la sociedad.

Para los capitalistas es imperioso ocultar esa posibilidad a las nuevas generaciones, convencerlas de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y de que todo se puede cambiar, que todo se podría eventualmente negociar, menos una sola cosa: su derecho sagrado a la propiedad privada de los medios de producción y de cambio, y a la concentración de la riqueza.

Pero volvamos al comienzo. Bastaría con expropiar todas las empresas privadas de salud, todas las industrias farmacéuticas, todas las farmacias, los hospitales y las clínicas privadas, en cada país y en todo el mundo y ponerlos en manos de los trabajadores y las comunidades de esos países, para darle un giro de 180º al problema de la salud que hoy enfrentamos. A eso apunta el socialismo y es por eso que llamamos a las nuevas generaciones de obreros, de mujeres luchadoras y jóvenes rebeldes, a luchar por recuperar esta perspectiva revolucionaria y organizarse para hacerlo, única manera de resolver los graves retos que hoy enfrentamos como humanidad, como restablecer el equilibrio en el intercambio material de nuestra especie con la tierra. Solo una sociedad como esa, no sometida a la irracionalidad de las ganancias de los capitalistas, puede hacerlo.


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