5/12/20

Las elecciones en Estados Unidos. El país donde la democracia tiene precio… y vale millones de dólares


   
Las elecciones presidenciales en la potencia líder de la «democracia» capitalista no escapan a la crisis sanitaria, económica, ambiental, humanitaria y político-institucional en pleno desarrollo, agudizada a niveles inéditos por la pandemia del Covid-19.

   Los casi 12 millones de desocupados, los 54 millones de personas que sufren desnutrición y las 35 millones de familias que corren riesgo de ser desahuciadas cuando el 31 de diciembre finalice la moratoria de desalojos decretada por el Ministerio de Sanidad y Servicios Humanos, señalan la oscuridad del túnel por donde marcha el conjunto de la humanidad, y en particular los asalariados, puesto que estas cifras alarmantes pertenecen al país más rico y poderoso del mundo bajo el capitalismo imperialista.

   La Casa Blanca, en estos días epicentro de todas las expectativas por el resultado electoral, también lo es por la pandemia. Casi 200 personas han tenido que ser aisladas por estar en contacto con el virus, entre funcionarios y trabajadores; al menos 130 miembros del Servicio Secreto (de la seguridad de Trump y de la Casa Blanca) han dado positivo o han sido aislados, y el virus también se infiltró entre los miembros del Comité Nacional Republicano.

   A pocos días de finalizada la elección presidencial, la pandemia está fuera de control por el aumento de contagios, y la incertidumbre política por la disputa sobre el resultado electoral presagian un invierno aún más difícil a este inicio horriblemente calamitoso.

   Una situación donde también se cuentan los recientes incendios forestales tremendamente destructivos sufridos por varios estados de la costa oeste y los huracanes cada vez más catastróficos en los estados aledaños al golfo de México y al océano Atlántico, fenómenos agravados debido al cambio climático y que suman penurias a gran parte de la población.

   En este contexto, el desafío del futuro presidente demócrata Joe Biden no parece nada fácil, y Donald Trump pretende complicarlo aún más: no reconoce su derrota y abrió la pelea legal por el recuento. Además, en estos días cruciales de transición, aunque Trump anuncie la vacuna se despreocupa por mitigar los efectos de la pandemia y de sus consecuencias, en un país donde el virus ya hizo terribles estragos.

   Hacia fines del siglo XIX, las revoluciones de los Estados Unidos convocaron la atención de la clase obrera mundial; ahí nacieron los pilares del régimen democrático estadounidense, bastardeado durante siglos por la continuidad de la dominación burguesa.

   «Cuando la oligarquía de 300.000 esclavistas se atrevió por vez primera en los anales del mundo a escribir la palabra “esclavitud” en la bandera de una rebelión armada, cuando en los mismos lugares en que había nacido por primera vez, hace cerca de cien años, la idea una gran República Democrática… en esos mismos lugares, la contrarrevolución se vanagloriaba con invariable perseverancia de haber acabado con las ideas reinantes… declarando que la esclavitud era una institución caritativa, la única solución… del gran problema de las relaciones entre el capital y el trabajo… Los obreros de Europa tienen la firme convicción de que, del mismo modo que la guerra de la Independencia en América ha dado comienzo a una nueva era de la dominación de la burguesía, la guerra americana contra el esclavismo inaugurará la era de la dominación de la clase obrera…»

C. Marx, Carta a Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos de América, noviembre de 1864.

«… el final victorioso de la guerra contra el esclavismo ha inaugurado una nueva época en la historia de la clase obrera. Precisamente en ese período surge en los Estados Unidos el movimiento obrero independiente, al que miran con odio los viejos partidos de su país y sus politicastros profesionales…»

C. Marx, Mensaje a la Unión Obrera Nacional de los Estados Unidos, Londres, 12 de mayo de 1869.

   Fueron protagonistas de historia norteamericana, quienes llevaron a cabo los cambios fundamentales que establecieron el régimen republicano y democrático, los que abolieron la esclavitud y aquellos que continuaron en su lucha sistemática y heroica contra la explotación laboral, contra el trabajo infantil, contra la opresión y discriminación de la mujer; los que darían vida a los movimientos por los derechos civiles y a los movimientos contra la guerra de Vietnam, los actores de las revueltas laborales como la producida en Los Ángeles por la comunidad latina de fines de los años noventa, que levantó las banderas de lucha por un salario digno, los que tomaron las calles en las manifestaciones contra la Cumbre de la Organización Mundial de Comercio (OMC), los Occupy Wall Street (Ocupemos Wall Street) con la denuncia contra el 1% más pudiente que se lleva la riqueza del resto de la sociedad, los Occupyourhomes (Ocupemos nuestras casas), entre muchísimos otros. Los protagonistas también de las repetidas oleadas de huelgas obreras desde las primeras industriales en las fábricas textiles en la década de 1830 a 1840, pasando por las de las década de los años sesenta del siglo XX hasta las más recientes de diversos gremios (frigoríficos, portuarios, docentes) y en las plantas de la General Motors; aquellos que lucharon ferozmente para conquistar y defender derechos, aquellos que representan a los sectores sociales que construyeron el país.

   Sin embargo, solo se habla de la historia oficial, y como señala el historiador estadounidense Howard Zinn en su libro La otra historia de Estados Unidos –una historia desde el punto de vista de los conquistados, de los oprimidos, de los esclavos negros, de la clase obrera y sus luchas–, «disimulan los terribles conflictos de intereses entre conquistadores y conquistados, amos y esclavos, capitalistas y trabajadores, dominadores y dominados por razones de raza o sexo», porque en realidad lo que se busca es «engatusar a la gente común en la inmensa telaraña nacional, con el camelo del “interés común”».

   Así se construyen las utopías sobre los futuros beneficios del capitalismo, de un capitalismo más humano, más democrático o reformable con leyes que mitiguen sus nefastas consecuencias económicas y sociales para el conjunto de los trabajadores.

   Así se construyen los mitos como el New Deal, que contuvo beneficiosos programas de ayuda estatal que intentaron revertir las consecuencias de la gran depresión de 1930. Programas que no contemplaron a los negros y dejaron al capitalismo intacto.

   «Los ricos aún controlaban la riqueza de la nación, así como las leyes, los tribunales, la policía, los periódicos, las iglesias, y las universidades. Se había dado la ayuda suficiente a las personas suficientes como para hacer de Roosevelt un héroe para millones de personas, pero permanecía el mismo sistema que había traído la depresión y la crisis, el sistema de despilfarro, de la desigualdad y del interés por el beneficio más que por las necesidades humanas.» 


En los Estados Unidos crecen la desigualdad y la pobreza

   Este último 9 de noviembre en Wall Street el repunte en la Bolsa de Valores benefició y ubicó en lo más alto del podio de los supermultimillonarios al señor Bernard Arnault. Con este «magnate del lujo francés» comparten el ranking de las fortunas personales más grandes del planeta cuatro estadonidenses: Bill Gates, Elon Musk, Jeff Bezos y Mark Zurckeberg.

   La suma de los cinco patrimonio equivale a los PBI anuales de países como Argentina (45 millones de habitantes). Las cifras demuestran que desde el estallido de la pandemia estas cinco fortunas han aumentado su patrimonio varias veces, mientras la Argentina aumentó su deuda a ritmo de catástrofe.

   El sistema económico de Estados Unidos les dio esa oportunidad para el éxito de sus negocios, y también los benefició con ayudas del Estado, entre ellas la baja constante de impuestos en un amplio abanico de actividades económicas, desde satélites de Internet, tecnología informática, energías renovables, servicios comerciales y de medios hasta la exploración espacial. Las ideas de estos magnates «de la creatividad y el emprendedorismo» se cubren de nuevas etiquetas de protección del ambiente, mientras desarrollan «capacidades para que tu coche gane dinero cuando no lo estás usando» y se perfecciona la conducción autónoma de los nuevos y costosísimos autos eléctricos. Elon Musk, dueño de la fábrica Tesla dedicada a la producción de este tipo de vehículos, mientras obliga a sus obreros a continuar con la producción, despotrica contra las medidas contra el Covid-19 Según él, «… el confinamiento es una orden fascista: están destrozando la libertad», y sin dudar contradijo la orden del gobierno local en el condado de Alameda, que obligaba al confinamiento en sus hogares y el cierre de fábricas y comercios para contrarrestar la propagación del virus.

   El comportamiento de estos empresarios de las nuevas tecnologías hacia sus empleados no tienen nada que envidiarle a sus antecesores. Jeff Bezos , dueño de Amazon, en 2014 fue elegido como el peor patrón del mundo en el Tercer Congreso de la Confederación Internacional de Sindicatos en Berlín, donde se denunció que Bezos «representaba la inhumanidad de los patrones promocionados por el modelo empresarial estadounidense».

   Mark Zurckeberg, creador de Facebook, una plataforma considerada como «un megáfono que los peores autócratas en la historia sólo podrían soñar», ya ha adquirido cerca de 45 empresas en un proceso de concentración permanente, entre ellas Instagram y WhatsApp; emplea 35.000 trabajadores y fue convocado por el Senado estadounidense a raíz de las elecciones presidenciales 2020. Los senadores demócratas apuntaron contra Zurckeberg, considerado como el «vehículo de desinformación en las pasadas elecciones». A esta altura nadie puede engañarse sobre la incidencia de estos monopolios de redes sociales en la información y desinformación funcional a los intereses de los más poderosos, sean países, oligarquías financieras o dueños de los holdings industriales y energéticos.


El otro polo, el de los trabajadores, los negros, las mujeres

   El riesgo de que un niño nacido en los Estados Unidos muera en su primer año durante la primera década del siglo XXI fue un 76% mayor que en otros 19 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Un estudio elaborado en 2018 por investigadores del Hospital Johns Hopkins señalaba:

   «Altos índices de pobreza persistentes, resultados educativos pobres y una relativamente débil red de seguridad social han hecho de los Estados Unidos el más peligroso país de las naciones adineradas para el nacimiento de un bebé… desde los años 80 las estadísticas de mortalidad infantil en los Estados Unidos han sido más altas que en las otras naciones.»

   El crecimiento de la pobreza en los Estados Unidos evidencia la crisis crónica del sistema capitalista, cuyas miserias extiende por el mundo. En el país más opulento del planeta la inmensa mayoría de los trabajadores sufren el deterioro de sus condiciones de vida, lo que contradice el auge económico anterior: los salarios pierden cada vez más capacidad de consumo y las condiciones laborales empeoran. Aumentan a la vez la indigencia, las familias sin vivienda, los jóvenes sin educación ni trabajo y el castigo indiscriminado contra los negros pobres, mientras la riqueza es acaparada por una minoría cada día más poderosa e influyente, lo cual aumenta la distorsión y la degradación de la democracia capitalista. Más y más ciudadanos se dan cuenta de que sus instituciones políticas, judiciales, sociales y culturales no protegen sus condiciones de vida ni su futuro. La polarización de la sociedad y el fortalecimiento del ala «socialista» en el Partido Demócrata, tiene su contracara con el crecimiento de alas de ultraderecha en los movimientos contra el establishment político y económico. La derecha como movimiento social tiene sus orígenes en la década de 1980; desde entonces la organización de estos grupos conservadores ha ido en aumento y en un proceso claro de radicalización, donde movimientos como los Proud Boys son su expresión más reciente.

   Las huelgas de la clase obrera dieron su presente durante 2019, con el paro cumplido por casi 50.000 obreros de las plantas de General Motors con epicentro en Michigan durante 40 días, (número solo superado por la huelga de 1970, 67 días). Se levantó con la firma de un nuevo convenio laboral para los próximos cuatro años, pero no impidió el cierre de tres fábricas (En Ohio, Michigan y Maryland) como parte del plan de reconversión e inversión patronal para fabricar vehículos eléctricos.

   Según la Oficina de Estadísticas Laborales de los Estados Unidos, en 2019 participaron en huelgas un total de 465.000 trabajadores, una cantidad solo superada por el año 2018 con 485.000, después de un período entre 2007 y 2017 donde el promedio annual fue de solo 76.000 trabajadores en huelga.

   A las huelgas de mineros del cobre de ASARCO, de los docentes, en particular la de Viriginia, realizada en abierto desafío a los sindicatos, de trabajadores portuarios y de frigoríficos, de las enfermeras de Nueva York se sumaron las sucesivas y masivas movilizaciones de mujeres contra Trump y las recientes manifestaciones multitudinarias de furia de miles de jóvenes en las principales ciudades norteamericanas contra el asesinato de George Floyd por la policía. El repudio generalizado por su muerte lo convirtieron en un nuevo símbolo mundial contra el racismo.

   Las mujeres, que se movilizaron contra las políticas, conductas y expresiones discriminatorias y denigratorias de Trump, durante esta pandemia cumplen un papel fundamental porque de los 5,8 millones de trabajadores de la salud, y que ganan menos de 30.000 dólares al año, la mitad no son personas de piel blanca, y el 83% son mujeres. Entre las asistentes de cuidado de la salud individual y del hogar, trabajos por los que se gana un poco más del salario mínimo, 8 de cada 10 son mujeres. En general, las actividades laborales consideradas esenciales, y que por lo tanto no se detuvieron durante los confinamientos, las ejercen mujeres en una proporción muy alta, sin que esto haya significado ningún beneficio o protección especial de parte de las instituciones del estado.


Los resultados controversiales de estas elecciones presidenciales y el antecedente de 1876

   En estos días que corren, la prensa resalta que la batalla electoral entre Trump y Biden es la más contraversial de la historia norteamericana, pero se deja en el olvido el proceso electoral de 1876, cuyo polémico resultado la ubicaba hasta ahora como la disputa más importante. 

   Las batallas electorales reflejan solo una parte de las intensas luchas de intereses entre los sectores de clase que dominan el Estado, y esta división «por arriba» se profundiza en períodos de mayor tensión y agudización de lucha de clases.

   Los años 1876-1877 corresponden a un período de cambios en la historia norteamericana donde se combinan varios procesos que influirían en el futuro del país: entre ellos, las consecuencias de la Guerra civil, una guerra que desangró a un país dividido hasta su finalización en 1865, que logró la abolición de la esclavitud y presenció el asesinato del presidente Abraham Lincoln por un supremacista sureño.

   El estallido de la crisis económica de 1873 devastó la nación, liquidó cientos de pequeñas empresas, trajo hambre y muerte de trabajadores, hacinamiento y enfermedades para sus familias, pero unas pocas fortunas, lideradas por los Vanderbilt, los Morgan y los Rockefeller, siguieron creciendo. Por ese contexto, en 1876, cuando se cumplían cien años de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, los conflictos sociales y las huelgas invadían la escena política y los trabajadores eran sus protagonistas activos.

En la ciudad de Chicago, y en uno de los tantos mitines obreros del 4 de julio, el Partido de Trabajadores publicaba su Declaración de la Independencia:

   «El sistema actual ha permitido que los capitalistas hagan leyes en su propio interés, leyes que lesionan y oprimen a los trabajadores. Ha convertido la palabra DEMOCRACIA, por la cual nuestros antepasados lucharon y murieron, en una caricatura al dar a los propietarios una cantidad desproporcionada de representación y control en el Parlamento. Ha permitido que los capitalistas… se aseguren la ayuda gubernamental, incentivos en forma de subvenciones en el interior y préstamos de dinero para los intereses de las corporaciones ferroviarias, quienes, con el monopolio de los medios de transporte, pueden engañar tanto al productor como al consumidor… Por lo tanto los representantes de los trabajadores de Chicago, reunidos en una concentración multitudinaria, solemnemente hacemos público y declaramos… Que nos desvinculamos de toda lealtad hacia los partidos políticos existentes de este país, y que, como trabajadores libres e independientes, procuraremos adquirir plenos poderes para establecer nuestras propias leyes, organizar nuestra propia producción, y gobernarnos nosotros mismos.» 



   Howard Zinn señala que en 1877 «hubo una serie de dramáticas huelgas de los trabajadores ferroviarios en una docena de ciudades que sacudieron a la nación como no lo había hecho ningún conflicto laboral en la historia… ».

   A partir de esos años, el crecimiento industrial se aceleraría a ritmos inéditos en la historia estadounidense, a expensas de la consolidación del sistema de explotación laboral. Un período que vio nacer una nueva etapa en el capitalismo, donde se produjo una rápida concentración de la producción en empresas cada vez más grandes, liderada en el mundo por el capitalismo avanzado de los Estados Unidos: la fase del capitalismo monopolista, caracterizado por el surgimiento de «cárteles» (acuerdos de precios, de mercados, etcétera), en especial en ramas productivas como el carbón y el hierro, sin con eso evitar el caos inherente al conjunto de la producción capitalista. La transformación de la competencia en monopolio constituye uno de los fenómenos más importantes de este sistema económico. Con los monopolios nacería el imperialismo moderno, que llevaría a su máxima expresión la necesidades de los viejos imperios colonialistas europeos: la dominación de los mercados y recursos de los países atrasados extranjeros y la acción militar, y la fusión del capital financiero con el industrial, hasta la dominación del capitalismo financiero. Así entró el sistema capitalista en su fase parasitaria y decadente, que quedó a la luz del día con la gigantesca matanza de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).


Elecciones/2020: Trump versus Biden

   En el marco de la república «democrática» norteamericana, que sirve de escudo para defender de forma más segura las ganancias capitalistas y fortalece la ofensiva contra los pueblos del mundo, ciento cuarenta años después asistimos a una «caricatura» más impactante de la democracia norteamericana asentada en el sistema capitalista imperialista: una nueva batalla electoral por la presidencia, foco principal de las redes mundiales de noticias. Una reducida diferencia de votos entre los candidatos favoritos y un régimen de votación adaptado a la emergencia de la pandemia retrasaron la definición de un ganador entre Trump por el partido Republicano y Biden por el Demócrata, y mantuvieron la atención de los medios masivos de comunicación, como si el mundo entero asistiera a un gran premio de turf, el Derbi americano.

   La furia de los jóvenes, de los negros, de las mujeres, de los desocupados y de los trabajadores mal pagos expresan los padecimientos por la brutalidad policial y por las condiciones generales agravadas por la pandemia, en sus crecientes luchas y movilizaciones.

   La contienda electoral se desarrolla en ese marco. La situación más agudizada de crisis expresadas en los dos partidos tradicionales (columna vertebral del régimen político estadounidense), deterioran esa parte fundamental de la apariencia democrática con la que se arropan las clases que dominan el aparato de Estado. Desde que se conquistó el derecho universal al sufragio ha corrido mucho agua bajo el puente.

   Está planteado la continuidad de la contienda en el terreno de la justicia, impulsada por el actual presidente y candidato republicano, con un Trump desaforado ante la inminencia de la derrota en su reelección presidencial. Se aumentan las expectativas en una opinión pública dividida, que los líderes políticos pretenden aprovechar a su favor.

   Sin embargo, ambos candidatos (Trump y Biden) representan a la «elite» empresarial y se postulan como los más fieles representantes de la oligarquía financiera, especulativa y de negocios, de las grandes empresas y conglomerados industriales, y representan los intereses de la franja más rica de la sociedad estadounidense.

   Las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, y en particular en las últimas décadas, se dirigen hacia formas cada vez más agresivas y hacia la ruptura del pilar mundial de la democracia capitalista: el poderoso y cada día más desprestigiado régimen político estadounidense. Como en sus inicios, la democracia capitalista de los Estados Unidos instrumenta una propaganda electoral engañosa (nadie puede omitir la influencia de las redes sociales, de Internet y de los medios, que aumentaron su patrimonio su influencia y su poder), que enfatiza las diferencias entre los contrincantes tapando lo que los une. Sin embargo, tampoco se puede esconder la descomposición social e institucional, ni ocultar la necesidad imperiosa de un control más férreo de la clase burguesa hacia los sectores sociales más pobres y marginados, y hacia la clase obrera. Ni pueden tapar la necesidad de promover la guerra, los bloqueos, las presiones o directamente la intervención militar para defender los intereses de sus holdings –con fuertes inversiones y lazos en el mundo–, en su afán de apropiarse de recursos, de influencias, de mercados y de mano de obra barata.

   La combinación de estos factores hace evidente el paralelismo entre los inicios del capitalismo con la etapa actual de decadencia y parasitismo del sistema capitalista, en la que se fortalecen las tendencias de las potencias a transformar el mundo en colonias suyas, y de dirigirse hacia una cada vez más brutal superexplotación de los trabajadores y las razas consideradas «inferiores».

   En esta oportunidad, se escuchan voces de pregoneros de la burguesía que comparan «el estallido de la grieta política y social yanqui» con la división que enfrentó al país en la guerra civil de los años 1861 a 1865, la Guerra de Secesión. Pero a la vez ocultan la permanencia de la guerra porque no se derrotó la explotación capitalista imperialista. El capital mantuvo su dominación, con una oligarquía financiera parasitaria y una concentración empresarial que manejan los hilos del poder con dinero, recibiendo redituables subvenciones, beneficios y seguridad del Estado, contra la inmensa mayoría de trabajadores y pobres que habitan el país del «sueño americano» pero que cada vez pierden más derechos, y reciben más palos de manos de la policía. En ese marco de crisis social y económica, con conflictos sociales en ascenso, se dan estas elecciones, y como decíamos hace apenas unos meses atrás:

«Estados Unidos encaró la pandemia del Covid-19 con miles de víctimas por la criminal política oficial de no resguardar la salud pública ni ofrecer asistencia gratuita durante una de las crisis sanitarias más importantes sufridas por la humanidad. En ese marco, la policía norteamericana mató a George Floyd, a plena luz del día.… La brutal conducta asumida por las omnipresentes fuerzas de seguridad, desde las policías estatal hasta la Guardia Nacional, quedó a la vista de todo el mundo, registrada en centenares de videos difundidos por la televisión y viralizados en las redes sociales. Bajo el mando del magnate y bravucón Trump… el Estado norteamericano no asume la responsabilidad por las miles de muertes por el Covid-19, en su mayoría negros y latinos, y menos todavía por la brutalidad policial que asesinó Floyd. Y además ordenó el despliegue de la fuerza militar para acallar las voces de millones de ciudadanos que defienden en la calle los derechos civiles y una república democrática que parece inexistente para los negros, los latinos y los trabajadores.»
Perspectiva Marxista Internacional, agosto de 2020

   En estas elecciones, frente a la decadencia y crisis de los partidos políticos tradicionales ambos candidatos necesitaron un eslogan unficador: la convocatoria a votar. La elite política necesitó, como nunca antes, la participación activa en las urnas, para canalizar en el voto la furia de millones de trabajadores y jóvenes estadounidenses. En el marco de la fragilidad política y la crisis económica y de sanitaria, todo podía encender el fuego, incluso la demostración más vigorosa de un régimen democrático, como es el voto. Y aunque les provoque serios dolores de cabeza, asumen los riesgos de una apabullante manifestación democrática de la ciudadanía.

   Estados Unidos se convirtió en el epicentro de la crisis económica y financiera mundial de 2008. Doce años después, sin recobrarse, asiste espantado a una crisis sanitaria de magnitud con la agudización de la pandemia del coronavirus, que a su vez aumentó el número de desempleados, agudizó todos los problemas sociales y raciales, y amenaza con una recesión económica profunda. También asiste espantado al crecimiento y punjanza chinas, el surgimiento de un nuevo coloso capitalista en el mercado mundial que cuestiona el dominio del imperialismo yanqui.

   En «la tierra de las oportunidades», continúan surgiendo «astutos y eficientes hombres de negocios» bajo las mismas reglas que dieron poder y dinero a los JP Morgan o a los Rockefeller, que construyeron imperios y poderosos holdings, apostando en la timba financiera de Wall Street, liquidando la competencia, defendiendo precios altos y salarios bajos, y fundamentalmente utilizando subsidios, prebendas gubernamentales y al Estado mismo para defensa de sus patrimonios en todo el mundo.

   Con el desarrollo del capitalismo, la explotación se disimuló más gracias a leyes que conquistaron los explotados y oprimidos, y así el régimen se perfeccionó y adquirió una apariencia de neutralidad y justicia. Pero las crisis cada vez más profundas que marcan su decadencia dejan huellas que no se pueden tapar: una creciente desigualdad expresada en mayor número de pobres y de desposeídos dentro de las fronteras de la nación más rica del mundo.

   Si en 1876 la convocatoria de los trabajadores a independizarse de los partidos patronales constituyó un programa legítimo para terminar con un sistema de explotación laboral y de opresión social y racial, hoy tiene más vigencia que nunca, no solo por el aumento exponencial de la desigualdad, de las injusticias y de la pobreza, sino como único camino para la organización independiente de la clase obrera y de sus aliados en el camino de alcanzar la victoria hacia una sociedad más justa.

   La división y peleas entre las distintas alas del poder económico y político, no pueden provocar la división y el enfrentamiento entre trabajadores, porque el enemigo es común: la clase dominante que defiende la permanencia del sistema económico de explotación capitalista, un sistema que de un día para otro puede terminar con décadas de progreso social y desarrollo humano. Porque también destruye la naturaleza y aumenta los peligros de la humanidad, incluyendo el de un holocausto nuclear, al utilizar los descubrimientos de la ciencia al servicio de la ganancia capitalista.

Florencia Sánchez
16 de noviembre de 2020








2/12/20

La pelota se detuvo… MARADONA murió

Dos mundos, separados por clases enfrentadas: el fútbol de los negocios y el fútbol de Maradona


   La pelota gira en el aire, se detiene, se desliza, rueda, toma velocidad, alcanza altura y golpea la red… La pelota y su compañero de juego, juntos, lograron una coreografía inigualable. Al goleador también lo han comparado con el mejor poeta.

   Diego y su pelota lograron el deleite de millones de espectadores, como una obra de arte desafió al mundo acompañados por el estridente cántico de la tribuna, en un campo teñido de colores de banderas agitadas mientras la destreza del narrador deportivo grita el remate punzante del gol. Un goce único extendido desde el estadio exultante hasta el último televidente, precedido por el drama, seguido por la reflexión colectiva, todo conjugado en un solo partido de fútbol.

El fútbol del negocio financiero

   El fútbol profesional, en el que Maradona creció y fue estrella y con el cual impregnó de alegría hasta el último rincón del planeta, es un negocio gigantesco. Mueve miles de millones de dólares en el mercado capitalista mundial. Su alta rentabilidad despierta el interés de los estados y de las multinacionales. La Premier League inglesa es la más valiosa de todas las ligas europeas, medida por los dividendos, no por la destreza de sus jugadores. Acumula enormes inversiones lideradas por los estados árabes petroleros y por los oligarcas rusos, entre los que se destaca Abramóvich, ligado al negocio del petróleo y dueño del club inglés Chelsea.

   En el mundo de este negocio, las valoraciones de los equipos de fútbol son económicas: se distribuyen ganancias, no goles. Los dirigentes y funcionarios ligados al fútbol no pelean por la camiseta o porque son fanáticos de un equipo, sean de Boca, del Inter o del Real Madrid, pelean por dinero y por los privilegios del poder.

   En el fútbol profesional conviven dos mundos, absolutamente contrapuestos. En uno, miles de millones de personas desde la Alaska y Siberia hasta el sur de África y América, ricos y pobres, debaten durante horas, quizá días y hasta semanas enteras, sobre el rendimiento deportivo del equipo, sobre las habilidades de tal o cual jugador, sobre el triunfo cuestionable del partido o del campeonato, sobre las derrotas, sobre el gol que no fue, el gol que el árbitro invalidó, el penal de último momento, la patada sin tarjeta roja y «la mano de Dios».

   En el otro mundo, un puñado de propietarios «de la pelota», esa minoría multimillonaria que gana plata con el fútbol, discute y pelea por los ingresos por la venta de entradas, por el marketing y las campañas de publicidad de la marca deportiva, por los derechos de emisión, por la venta de jugadores o por el impacto que tiene el merchandising en el negocio. Son dos mundos de intereses contrapuestos, donde el dinero junto a la política van dominando la escena, y logran deslizar los problemas de los negocios a la vida y rendimiento de los jugadores, a los malogrados campeonatos nacionales e internacionales, a la organización y financiamiento de los famosos barras, aunque predominen las simpatías populares por la camiseta o por el buen fútbol.

   Dos mundos que agudizan sus diferencias en la profunda división entre las potencias imperialistas y los países atrasados, sus semicolonias, a los que explota y oprime. En el negocio del fútbol, los equipos de los países semicoloniales se quedan cada vez más pobres, se deterioran sus aspiraciones competitivas a cambio de los dólares o euros logrados con la venta de los jugadores más destacados, a cambio de sobornos y por el entramado de los campeonatos a medida del dinero, y no de las posibilidades físicas, el talento y el rendimiento de los jugadores.

   Al fútbol profesional se sumaron las grandes ligas del imperialismo mundial, desde potencias ricas como Estados Unidos (a contramano de la tradición deportiva nacional donde el béisbol, el fútbol americano y el básquet despiertan mayor entusiasmo que el fútbol) hasta China, que compra jugadores a precios desorbitados y apuesta a organizar su mundial en 2026. Mientras la efervescencia futbolera crece entre los hinchas, los derechos de imagen suman dólares; Messi y Neymar están entre los que más recaudan.

   La última moneda de oro en las ganancias –concentradas en una minoría y obtenida a costa de la vida comprada de jugadores y de un deporte de masas– son las casas de apuestas online y en lugares de ocio en Europa, que comienza a ganar adeptos en otros rincones del mundo.

   El fútbol es un negocio donde los clubes son gerenciados como empresas, donde las decisiones son de los accionistas, no de su masa societaria. En pocas palabras, donde cada vez más un capitalismo en aguda declinación y creciente parasitismo impulsa las actividades del «ocio» y del entretenimiento como atracción de mayores inversiones de capitales, y en ese sentido compiten con empresas de servicios financieros y con el casino de las finanzas especulativas.

El fútbol del negocio político

   El empresario Mauricio Macri –hijo del acaudalado Franco Macri y de la terrateniente Alicia Blanco Villegas– inició su carrera política comprando la presidencia de BOCA, uno de los clubes de fútbol más populares de la Argentina, que gerenció como si fuera una sociedad anónima, se llenó los bolsillos con los negocios en la venta de jugadores y promovió el estadio-shopping (solo para personas sentadas, con plateas a precios que dejaron fuera de la cancha a las mayorías populares). Pero además, el cargo le sirvió como trampolín de fama y popularidad para llegar a la presidencia del país.

   Sus «logros» como presidente de la República todavía están en la memoria y en las heridas de millones de trabajadores y sectores populares que siguen sufriendo sus consecuencias de forma cotidiana: creció el desempleo, la informalidad laboral, la pobreza, la marginalidad, el hambre, la desnutrición, el deterioro de los servicios de salud y educativos; desfinanció la ciencia, se cerraron fábricas y creció la deuda pública y privada, en particular la contraída con el FMI. Una de las designaciones de Macri más controvertidas fue el nombramiento de Gustavo Arribas como jefe de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), que es el servicio de espionaje del estado. Arribas, como él mismo reconoció, no sabía absolutamente nada sobre el tema, pero el criterio de Macri fue que en ese puesto debía estar alguien de su absoluta confianza, una confianza ganada con la compraventa de jugadores como representante de los negocios de Macri durante su presidencia de Boca.

   Arribas puso a la AFI al servicio de los intereses políticos y económicos de Macri, ejecutando una campaña de espionaje que abarcó a la oposición política y sindical, a los movimientos sociales, a sectores empresariales, a periodistas y a los propietarios de medios opositores, a los familiares de los 44 tripulantes muertos en el submarino hundido que reclamaban justicia, y hasta a amigos, partidarios y familiares directos del presidente… a todos los que le molestaban o podrían molestarle en su camino de negocios y enriquecimiento propio a costa del poder del Estado.

   Pero esta cloaca maloliente no quedaba dentro de las fronteras nacionales. En enero de 2020, días después de dejar el poder, Infatino, el actual presidente de la FIFA, nombró a Macri presidente ejecutivo de la Fundación FIFA, con un presupuesto de 100 millones de dólares. Seguramente le estaba agradeciendo el papel protagónico de la FIFA en la reunión del G-20 realizada en Buenos Aires en 2018. ¿Qué más podían pedir los dirigentes de la FIFA, en particular Infantino, que entrar por la puerta grande de los negocios en el mundo, la puerta del G-20?

Como se escribió en la revista Olé, «Nunca un presidente de FIFA había podido disertar enfrente de los 20 líderes más importantes del mundo». Y lugar seguro de inversión para los capitales especulativos y los lavadores de dinero que viajan por el mundo sin fronteras ni obligaciones impositivas, decimos nosotros. Y Macri, anfitrión de la reunión, no perdió esa oportunidad, un favor que alguna vez cobraría con intereses.

El fútbol es también disfrutar del arte de Maradona

   Jugando Diego Maradona se inició en la curiosidad, despertó al mundo, exploró en cada movimiento la forma, el peso, la textura de la pelota, a medida que la dominó, la hizo rodar, girar en el aire y alcanzar velocidad. Jugó con ella de noche, en la oscuridad adivinó su trayectoria, distinguió el movimiento por el sonido. Maradona en ese juego cotidiano entendió las leyes de la física, descubrió su habilidad, midió su fuerza y adquirió un oficio.

   No le importaron las dificultades del terreno ni el mal tiempo, ni siquiera el estómago vacío; Maradona amó su pelota y el romance con el fútbol no tardó en llegar, desde los partidos con sus amigos del barrio pobre de Villa Fiorito, hasta el club donde practicó y se entrenó con pasión desde la primera vez. Una vez iniciada la práctica en un campo de fútbol, Maradona no se separó más de la pelota ni de los duros entrenamientos. Como tampoco se distanció del cariño por sus vecinos de su barrio todavía ignorado, ni olvidó sus orígenes humildes, creó lazos infinitos especialmente con sus padres, quienes lo cobijaron y lo amaron con esa pasión que luego Diego transmitió hacia el fútbol con un primer objetivo: sacar a su familia de la pobreza. Pero no se detuvo allí, sin ser marxista, se convirtió en un luchador por la causa de su familia, asumida como la causa de una clase social, la causa de aquellos que, como dice el Manifiesto Comunista, «no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar».

   Su crecimiento como jugador de fútbol fue único. No solo se consagró como profesional, se distinguió entre todos porque logró crear la belleza que solo un artista alcanza. Los artistas en la literatura o en la música se distinguen de igual manera, son excepcionales. En la disciplina y en el trabajo cotidiano se logran habilidades, se construyen trayectorias y se consagran profesionales, pero muy pocos crean íconos, despiertan pasión y amor a través de su obra.

   Con el equipo del Napoli, Maradona trascendió al fútbol, logró superar la barrera racial impuesta por la alta burguesía del norte de Italia al sur pobre. Con el equipo de la selección argentina le ganó a los ingleses, con uno de los 2 goles calificado como el mejor en la historia de la Copa Mundial, el «Barrilete cósmico». La derrota del equipo inglés, cuatro años después de la guerra de Malvinas, convirtió al 10 en símbolo de la defensa de la soberanía nacional contra la potencia imperialista.

Maradona, el luchador

   No le dejaron alternativas, el capitalismo se mete en las entrañas de la sociedad y la organiza bajos sus reglas. No solo Maradona corrió tras la pelota, lo hace también y a una velocidad cada vez mayor, el negocio capitalista que mueve miles de millones de dólares en el mundo. Contra ese poder él también se enfrentó. Por esa razón se ganó un lugar destacado entre los luchadores, fue un guerrero, en un espacio que la voz de los de abajo, de los pobres, de los explotados no se escucha ni se tiene en cuenta.

   Se enfrentó a los sectores dominantes del negocio del fútbol, aquellos que Diego acusó de «esclavizar» a los jugadores, a quienes defendió, organizó e intentó sindicalizar. Se enfrentó al poder de aquellos que destruyeron las asociaciones civiles, los clubes, que servían de refugio cultural, social y deportivo de los pibes pobres en las barriadas humildes de los conurbanos profundos. Se rebeló contra los poderosos en todos los terrenos, en el de la opresión nacional, contra el poder imperialista de Estados Unidos en la región, contra Videla y la dictadura argentina, contra la explotación laboral y los bajos salarios, contra el racismo, contra la riqueza acumulada por la Iglesia católica en el Vaticano. Se enfrentó a una decadencia y pobreza crecientes impulsadas por el dinero, por la búsqueda incesante del lucro y de la gratificación inmediata.

   Cuando se despidió del jugador de fútbol, Maradona no abandonó sus sueños ni sus luchas, sus sueños de un equipo campeón de la selección argentina, de transmitir su arte en escuelas de fútbol alrededor del mundo, los sueños de un guerrero de la vida y de su pasión por la pelota. De gritarle ¡NO al ALCA! junto a Evo Morales, Lula, Chávez, Kirchner; de abrazar a las Madres y a las Abuelas de Plaza de Mayo, de agradecerle a Fidel Castro y de rendirle culto al Che. Maradona se describió a sí mismo como el fan número uno del pueblo palestino, también acompañó al pueblo sirio y podríamos seguir en una enumeración infinita.

   Desde su muerte y hasta hoy, los medios nacionales se dedicaron día y noche al tema Maradona. Por unos pocos días con cierto respeto hipócrita, pero después se convirtieron en una cloaca maloliente. Primero comenzaron a sonar las voces que lo comenzaban a descuartizar: «Como futbolista fue un genio, pero “como persona” fue una porquería». Y ahora se dedican a buscar culpables de su fallecimiento entre los médicos, las enfermeras y el «entorno» que lo rodeaba, una pelea que tiene como telón de fondo la disputa por la plata, que ya era furiosa antes de que muriera.

   Pero el hecho indiscutible, que todos los medios reconocen, es que Diego murió solo, abandonado y mal cuidado. Y eso ocurrió por dos razones. La primera, que él generó –y su figura seguirá generando– muchísimo dinero, que en este sistema capitalista podrido termina pudriendo también las relaciones humanas. La segunda, mucho más importante, que Maradona fue un luchador político que defendía a las clases condenadas a la miseria por los capitalistas y a los países explotados y oprimidos por el imperialismo.

   Esto es lo que de verdad generó un odio furibundo contra él de las clases dominantes y de sectores de la clase media que se identifican con ellas, y eso es lo que expresan cuando lo cuestionan «como persona» para concluir que no hay que tomarlo como ejemplo.

   La soledad que Diego sufrió en vida no la sufrió cuando murió. Centenares de miles –que eran la voz de millones– salieron a la calle para tratar de participar en su velorio, y ellos tenían muy claro por qué querían homenajearlo: porque sabían y sentían que Maradona los había representado y defendido.

Florencia Sánchez
2 de diciembre de 2020

… Me robaría al Diego
para pasearlo por todos los barrios
de pibes pobres
por todos los bordes
de los bordes.
Dejaría que lo tocaran
le tiraran flores, camisetas,
pelotas de trapo, besos.
Lo peregrinaría a Luján,
o hasta el mismo límite
en Ushuaia.
Lo pasearía con una orquesta
que tocara cumbias, tarantelas
el ji ji ji de los Redondos.
Todas sus mujeres bailarían atrás
y habría diez cuadras con sus hijos
caminando.
Dos caballos oscuros
arrastrarían ese carro.
Un recorrido eterno
dando vueltas
aviones dibujando con humo
10 en el cielo.
Vendedores de gorras
remeras
pelotas
salvarían este año de miseria
Choripanes pochoclos
tipos vendiendo pelotas con su cara
banderitas.
Me robaría el cajón
con las flores
y lo sostendría en este viaje


Liliana Campazzo, poeta rionegrina,
citado en El Cohete a la Luna,
«Tristeza», artículo de H. Verbitzky,
29 de noviembre de 2020


25/11/20

Pandemia y capitalismo Hoy más que nunca: Socialismo o barbarie (Parte II)

 


Nota: publicamos la segunda parte del artículo Pandemia y capitalismo. Hoy más que nunca: socialismo o barbarie.

Por: William Andrade

El sistema capitalista-imperialista mundial es el causante de esta pandemia… y de las otras que se avecinan

La pandemia es un fenómeno natural-social, como hecho natural está gobernado por determinaciones que escapan a la causalidad social. En efecto, la humanidad ha convivido desde siempre con todo tipo de virus procedentes de animales y de plantas, muchos de los cuales incluso son benignos y parte constitutiva de nuestro sistema inmunológico, e incluso nosotros también se los transmitimos a ellos. De allí que una parte fundamental de la actual crisis tiene que ver con las peculiaridades de este virus específico y con el hecho de que es nuevo y desconocido para la ciencia. Pero como fenómeno social, la pandemia no es algo natural ni mucho menos inevitable. Todo lo contrario; la emergencia de esta pandemia tiene todo que ver con las condiciones desastrosas y bárbaras que el sistema capitalista-imperialista impone al intercambio metabólico entre la especie humana y el planeta.

Ya desde finales del siglo XIX, a partir del seguimiento minucioso de la historia de la agricultura en Europa y en Estados Unidos, así como del estudio de los avances de las ciencias de la época, en especial en lo relacionado con la química agrícola –abanderada por grandes precursores como Liebig–, Marx y Engels constataron que los avances científicos y técnicos que la burguesía implementaba en este campo sólo contribuían –en última instancia– a la destrucción creciente de la naturaleza. También concluyeron que la separación entre ciudad y campo ahondaba día a día este problema creando condiciones de insalubridad en las grandes ciudades y despoblando y privando de sus nutrientes al campo. Por esta vía es que Marx llega a formular su lapidaria tesis acerca de que el capitalismo había producido ya una fractura en el intercambio metabólico entre nuestra especie y la tierra, que se produce a través del mediador dialéctico que es el trabajo humano. En el tomo III de El Capital Marx señala:

La moral del cuento… es que el sistema capitalista va en dirección opuesta a la agricultura racional, o que la agricultura racional es incompatible con el sistema capitalista (aun cuando este último promueva el desarrollo técnico de la agricultura) y necesita, bien pequeños agricultores que trabajen para sí mismos, o el control por parte de los productores asociados. (Citado por Bellamy Foster, 2004, p. 255.)

Pero incluso, ya desde su juventud en los famosos Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844, la visión que construyó y que comparte con Engels sobre el tipo de vínculo entre nuestra especie y la naturaleza dista mucho de las maliciosas afirmaciones de los detractores del marxismo. Esa visión evolucionó con los años hasta configurar un punto de vista científico y crítico que sigue siendo una guía valiosa para orientarnos en el presente y para comprender las causas profundas de la actual crisis mundial:

Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir. Que la vida física y espiritual del hombre está ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza. (Marx, 1970, p. 111.)

Muchos reconocen estas posiciones de Marx, pero las atribuyen a una suerte de romanticismo de juventud. Se equivocan, estos no son más que los primeros atisbos filosóficos de su verdadera y madura concepción científica sobre la relación hombre-naturaleza y su mediador dialéctico, el trabajo, como se advierte en el tomo I de El Capital:

El trabajo es, antes que nada, un proceso que tiene lugar entre el hombre y la naturaleza, un proceso por el que el hombre, por medio de sus propias acciones, media, regula y controla el metabolismo que se produce entre él y la naturaleza (…) Pone en movimiento las fuerzas naturales que forman parte de su propio cuerpo, sus brazos, sus piernas, su cabeza y sus manos, con el fin de apropiarse de los materiales de la naturaleza de una forma adecuada a sus propias necesidades. A través de este movimiento actúa sobre la naturaleza exterior y la cambia, y de este modo cambia simultáneamente su propia naturaleza… [El proceso de trabajo] es la condición universal para la interacción metabólica [Stojfivechsel] entre el hombre y la naturaleza, la perenne condición de la existencia humana impuesta por la naturaleza. (Marx, El Capital, tomo I, p. 243 de la edición inglesa citada por Bellamy Foster). 

Pero hay más, para presentar una imagen clara de las verdaderas posiciones de Marx sobre estos problemas se pueden consignar muchos otros fragmentos de su obra. No es posible hacerlo en este trabajo; nos limitaremos a dos citas de dos tomos distintos de El Capital y una de Engels, que tienen la virtud de ser contundentes y hablar por sí mismas:

El latifundio reduce la población agraria a un mínimo siempre decreciente y la sitúa frente a una creciente población industrial hacinada en grandes ciudades. De este modo da origen a unas condiciones que provocan una fractura irreparable en el proceso interdependiente del metabolismo social, metabolismo que prescriben las leyes naturales de la vida misma. El resultado de esto es un desperdicio de la vitalidad del suelo, que el comercio lleva mucho más allá de los límites de un solo país. (Liebig)… La industria a gran escala y la agricultura a gran escala explotada industrialmente tienen el mismo efecto. Si originalmente pueden distinguirse por el hecho de que la primera deposita desechos y arruina la fuerza de trabajo, y por tanto la fuerza natural del hombre, mientras que la segunda hace lo mismo con la fuerza natural del suelo, en el posterior curso del desarrollo se combinan, porque el sistema industrial aplicado a la agricultura también debilita a los trabajadores del campo, mientras que la industria y el comercio, por su parte, proporcionan a la agricultura los medios para agotar el suelo. (El Capital, Tomo III, citado por Bellamy Foster, p. 241.)

(…) Pero, al destruir las circunstancias que rodean al metabolismo… obliga a su sistemática restauración como ley reguladora de la producción social, en una forma adecuada al pleno desarrollo de la raza humana… Todo progreso en la agricultura capitalista es un progreso en el arte, no de robar al trabajador, sino de robar al suelo; todo progreso en el aumento de la fertilidad del suelo durante un cierto tiempo es un progreso hacia el arruinamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad… La producción capitalista, en consecuencia, solo desarrolla la técnica y el grado de combinación del proceso social de producción socavando simultáneamente las fuentes originales de toda riqueza: el suelo y el trabajador. (El Capital, tomo I, citado por Bellamy Foster, p. 241.)

La abolición de la antítesis existente entre la ciudad y el campo no es que meramente sea posible. Ha llegado a ser una necesidad directa de la propia producción industrial, del mismo modo que se ha convertido en una necesidad de la producción agrícola y, además, de la salud pública. Al actual envenenamiento del aire, del agua y de la tierra únicamente puede ponérsele fin mediante la fusión de la ciudad y el campo, y tan sólo esa fusión cambiará la situación de las masas que ahora languidecen. (Engels, Aportes al problema de la vivienda, citado por Bellamy Foster, pp. 269-270). 

Esta perspectiva, al mismo tiempo nos permite constatar cómo el capitalismo convierte sistemáticamente las más altas conquistas de la humanidad en su contrario, en desgracias y fuente constante de sufrimientos, en este caso referidas tanto a los avances en la química del suelo como a la gran conquista social y cultural que significa la ciudad. Esta crisis o este desequilibrio brutal entre ciudad y campo no ha hecho sino agudizarse con el correr del tiempo, al punto que ya no sólo tenemos grandes ciudades –Londres tenía unos 3 millones y medio de habitantes cuando Engels escribió su apasionada denuncia de las condiciones de vida de la clase obrera en esa ciudad en 1847–; hoy tenemos megalópolis de 10, 12 y hasta 30 millones de habitantes.

En lo que tiene que ver con la emergencia de la actual pandemia, geógrafos críticos y urbanistas como el mismo Mike Davis, biólogos evolutivos y ecólogos de las enfermedades coinciden en denunciar que son ciertas condiciones de la producción de alimentos en el capitalismo actual, así como la configuración de determinados circuitos económicos y sociales de esa producción los que explican lo que está pasando:

La destrucción de los bosques, tanto a manos de multinacionales como de agricultores de subsistencia desesperados, elimina la barrera entre las poblaciones humanas y virus silvestres aislados endémicos de las aves, los murciélagos y los mamíferos. Las granjas industriales y los gigantescos corrales de engorde actúan como inmensas incubadoras de nuevos virus, mientras que las condiciones sanitarias en los barrios marginales dan lugar a poblaciones que están al mismo tiempo densamente abarrotadas y debilitadas a nivel inmunitario. La incapacidad del capitalismo global para crear empleo en los llamados países “países en vías de desarrollo” se traduce en que mil millones o más de trabajadores de subsistencia (“el proletariado informal”) carecen de un nexo patronal con la atención médica o de los ingresos necesarios para adquirir tratamientos en el sector privado, una situación que los deja a merced del colapso de los sistemas de hospitales públicos, si es que existen. La protección biológica permanente contra nuevas plagas, por consiguiente, precisaría algo más que vacunas. Sería necesario suprimir estas “estructuras de emergencia sanitaria” a través de reformas revolucionarias en la agricultura y en la vida urbana que ningún gran país capitalista o con capitalismo de estado estaría dispuesto a adoptar bajo ningún concepto por voluntad propia. Un equipo de excelentes investigadores médicos, doctores de la sanidad pública y periodistas informados –Paul Farmer, Richard Horton, Laurie Garrett, Rob Wallace, entre muchos otros–, llevan años tratando de mostrarnos estas conexiones sistémicas. Como subrayó Wallace hace tiempo: “los impactos agroeconómicos del neoliberalismo global son incuestionables, pueden sentirse en todos los niveles de la organización biocultural, hasta la escala del virión y la molécula”. (Davis, 2020, pp. 24-25, los resaltados son nuestros.)

Cada vez tenemos más datos que muestran que las últimas y más peligrosas enfermedades proceden de virus portados por animales silvestres, pero al mismo tiempo, también es un hecho que los modos de producción de carne –principalmente de pollos y de cerdos– para las grandes cadenas de comidas rápidas se han convertido en una fuente permanente de nuevos virus,  y, peor aún, está demostrado que existe una creciente interacción entre ambos tipos de virus, lo que genera recombinaciones genéticas, mutaciones y surgimiento acelerado de nuevas cepas. Por si acaso hay alguna duda, tenemos: el VIH que se originó en monos; el Ébola, el Nipah y el SARS, que proceden de murciélagos; el H1NI, el MERS-CoV (Síndrome Respiratorio por Coronavirus de Oriente Medio); la gripe porcina; la gripe aviar; el zika, y un largo etcétera.

A estos factores se agregan otros, como el hecho de que está teniendo lugar un proceso acelerado de urbanización en vastas zonas del mundo, principalmente en Asia y en África. En el caso de África, un agravante es que la tremenda demanda de proteína animal que esto genera, gracias al atraso y la miseria, no es suplida por una ganadería desarrollada a mediana o gran escala, lo que está redundando en la caza indiscriminada de todo tipo de animales silvestres. En el caso de Asía, principalmente de China pero también Vietnam y Tailandia (y que también está presente en todos los otros continentes), avanza una creciente industria de pollos y cerdos caracterizada por tres factores que son un caldo de cultivo para nuevos virus: el hacinamiento masivo, que deprime la respuesta inmunológica; la abolición de la reproducción in situ, que destruye la diversidad genética clave para aminorar el impacto de los virus, y el sacrificio en extremo temprano de los animales, que incrementa el ingreso acelerado de nuevos ejemplares a la exposición de los virus emergentes.

Otro factor determinante tiene que ver con los cambios abruptos que generan los procesos de urbanización en zonas de frontera con zonas selváticas. Están surgiendo en pequeñas y medianas ciudades –repletas de barrios marginales con una pésima dotación sanitaria y casi inexistentes sistemas de salud pública– productoras de pollos o cerdos en espacios en los que hay interacciones fuertes con aves silvestres y con murciélagos portadores de todo tipo de virus. Para colmo de males, estás nuevas ciudades se encuentran muy conectadas con los grandes centros urbanos de sus países y del mundo, y en algunas de ellas es muy frecuente el transporte por grandes carreteras de animales vivos, de modo que cuando aparecen nuevos virus o estallan epidemias de virus ya conocidos, el contagio nacional y mundial –gracias a la globalización– se produce de manera extremadamente rápida. Y, cómo ya se ha insistido, no existe una correspondencia mínima entre este intercambio mundial y el despliegue de un sistema mundial de salud.

Existe todavía otro factor: hay prácticamente un acuerdo mundial en la reconstrucción de la forma en que se produjo el traspaso interespecie del coronavirus; se sabe al menos que debió pasar de los murciélagos a los pangolines y que estos son de consumo masivo en ciertos sectores de la población china. Podría pensarse que se trató de un pequeño caso aislado, pero sin embargo no es así, pues se sabe que el mercado de animales silvestres en ese y en otros países es un negocio en expansión:

La escala del consumo de carne de animales silvestres en el sur de China es realmente pasmosa. Según estudios oficiales, se trata de una industria de 76.000 millones de dólares en la que trabajan directa o indirectamente 14 millones de personas. (Davis, 2020, pp. 20-21.)

Este panorama se conjuga con todo lo expuesto antes sobre el retroceso histórico en materia de salud pública a escala mundial. En este marco es preciso alertar sobre la tendencia creciente a que emerjan cada vez más epidemias y hasta nuevas pandemias. El ecólogo de enfermedades Peter Daszak ha dicho que estamos encarando mal epidemias como el Covid-19, refiriéndose a que es un hecho que, por las acciones humanas, cada vez estamos más expuestos a nuevas enfermadades infecciosas, y que no podemos simplemente esperar a que aparezcan, sino que debemos prevenirlas, sobre todo porque:

Calculamos que probablemente hay 1,7 millones de virus desconocidos que podrían infectar a las personas en la vida silvestre. Conocemos solo un par de miles. Por lo tanto, debemos salir y encontrar esos virus, obtener la secuencia genética y comenzar a trabajar en las vacunas para todo el grupo, en lugar de solo una. 

En otras palabras el sistema capitalista-imperialista, en su decadencia avoca a la humanidad a la aparición de nuevas pandemias como la del Covid-19, no hay manera de evitar que esto ocurra si la humanidad no se libera de esa plaga, madre de todas las plagas, que es este mismo sistema.


Socialismo o barbarie

Lo que describimos aquí es toda esa miseria en un mundo de inigualable riqueza; toda esa precariedad de la atención en salud pública en una época en la que la ciencia avanzó como en ninguna otra; toda esa ineptitud de los estados para garantizar los servicios públicos mínimos; toda esa muerte y desolación, y esa “incapacidad” manifiesta de asegurar la vida y mejorarla. Todo esto no es otra cosa que el avance de la barbarie en nuestro mundo. El capitalismo no sólo no satisface las necesidades humanas básicas de la inmensa mayoría de la población, sino que incrementa el desempleo, la hambruna y la muerte, y como advertimos desde el inicio, avanza a pasos agigantados hacia la catástrofe generalizada poniendo en riesgo la vida misma de la especie en el planeta.

La única manera de parar la barbarie es hacer la revolución, por dura y costosa que esta tarea resulte en la actualidad. Un proceso tan brutal de destrucción no puede ser encarado con respuestas rutinarias, con las luchas reivindicativas de siempre, para defendernos o para sacar algo y seguir subsistiendo, que no funcionan cuando lo que está en juego es la vida misma.

No hay salida para este desastre en los marcos del capitalismo, toda la verborrea que promulga la existencia de un “capitalismo más humano”, todas esas mil y una formas del reformismo, tanto de derecha como de izquierda, naufragan en el río de muerte de esta pandemia. Sólo el socialismo, una sociedad basada en la asociación democrática de los productores –de los trabajadores– puede proporcionar una salida de fondo a estas calamidades. Incluso como ha podido verse en todos los rincones del mundo, ha sido la solidaridad incondicional de los de abajo, en los barrios, en las escuelas, en las fábricas, la que nos ha permitido sobrellevar la crisis en medio del desastre sanitario y económico provocado por el sistema, y agravado por los manejos torpes e incluso ruines de la crisis por parte de los gobiernos burgueses de todos los colores.

Pues el socialismo es el sistema que se basa en la propiedad colectiva de los medios de producción, en la destrucción de las clases sociales y en la planificación racional de la economía con base en la decisión democrática de los trabajadores, de modo que se produzca no para generar ganancias que beneficien a individuos particulares sino para satisfacer las necesidades de toda la sociedad. Sólo el socialismo podría satisfacer las necesidades básicas de la humanidad: salud, alimentación, vivienda, sanidad, educación, pues es un sistema que busca resolver la contradicción insalvable del capitalismo: que en él la producción de la riqueza es colectiva, pero la apropiación es privada.

Si bien el socialismo no ha llegado a instaurarse plenamente en la historia,  las experiencias más avanzadas, como la de la revolución rusa de 1917, nos proporcionan ejemplos contundentes al respecto: sociedades como la soviética, que llegó a liberar del hambre crónica, del analfabetismo y el atraso cultural a millones; alcanzando logros científicos y tecnológicos que hicieron que se convirtiera en una de las primeras potencias mundiales en apenas tres o cuatro décadas, después de ser el país más atrasado de Europa. Incluso Cuba, un país pequeñito, ha logrado avances en educación y en medicina que aún hoy –en medio del proceso de restauración capitalista– son ejemplo para toda la humanidad.

Por supuesto, no queremos esconder las terribles contradicciones que en el plano político han marcado la experiencia de estos países, a partir del triunfo del estalinismo en las URRSS, y que se impuso en el resto del mundo a través de la degeneración y posterior disolución de la Tercera Internacional y los partidos comunistas en todos los países. Pero, al contrario de lo que propagan los ideólogos del capitalismo –quienes han dado por muerto al socialismo– insistiendo en que se demostró su fracaso histórico, es preciso recordar que apenas en sus primeros intentos –los cuales fueron combatidos despiadadamente por la contrarrevolución mundial– y que no llevan más de un siglo, mientras el capitalismo se tardó por lo menos tres siglos en instaurarse, las revoluciones socialistas produjeron avances inigualables en favor de las masas obreras y populares, muchos de los cuales siguen iluminando el futuro de las nuevas generaciones, y que esos avances probaron al menos dos cosas indiscutibles: una, que la burguesía es un parásito absolutamente innecesario, que los trabajadores solos son capaces de poner en funcionamiento una sociedad superior sin su existencia; dos, que lo único que explica que en esos países –y en tan corto tiempo– se hayan producido saltos gigantescos en salud, en educación, en vivienda, en cultura, es que esas revoluciones expropiaron a los capitalistas y pusieron la riqueza social al servicio de toda la sociedad.

Para los capitalistas es imperioso ocultar esa posibilidad a las nuevas generaciones, convencerlas de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y de que todo se puede cambiar, que todo se podría eventualmente negociar, menos una sola cosa: su derecho sagrado a la propiedad privada de los medios de producción y de cambio, y a la concentración de la riqueza.

Pero volvamos al comienzo. Bastaría con expropiar todas las empresas privadas de salud, todas las industrias farmacéuticas, todas las farmacias, los hospitales y las clínicas privadas, en cada país y en todo el mundo y ponerlos en manos de los trabajadores y las comunidades de esos países, para darle un giro de 180º al problema de la salud que hoy enfrentamos. A eso apunta el socialismo y es por eso que llamamos a las nuevas generaciones de obreros, de mujeres luchadoras y jóvenes rebeldes, a luchar por recuperar esta perspectiva revolucionaria y organizarse para hacerlo, única manera de resolver los graves retos que hoy enfrentamos como humanidad, como restablecer el equilibrio en el intercambio material de nuestra especie con la tierra. Solo una sociedad como esa, no sometida a la irracionalidad de las ganancias de los capitalistas, puede hacerlo.


10/11/20

Pandemia y capitalismo. Hoy más que nunca: Socialismo o barbarie (Parte I)

 

Fosas comunes en cementerio de Villa Formosa - Sao Paulo (Brasil) 

Nota: publicaremos en nuestro blog el artículo Pandemia y capitalismo. Hoy más que nunca: socialismo o barbarie en dos entregas, compartimos con nuestros lectores la Parte I.

Por: William Andrade

Introducción

Nunca como ahora se vivió con tanta fuerza y a escala mundial la sensación de no futuro, la desesperación, el miedo, la destrucción, la miseria, como en una película postapocalíptica… aun así nos engañan a diario diciendo que el capitalismo viene a salvarnos, que ya vienen las vacunas. ¡Mentira! Huele todo a podrido.

Lo que vivimos se equipara en parte con la experiencia de las dos guerras mundiales o de la gran depresión de 1929. Como en esos oscuros días de la humanidad, los que concurrimos como bestias al matadero somos los millones de pobres de todo el mundo, la clase trabajadora de todos los países, los inmigrantes, los marginados, los sin techo, los latinos y los afroamericanos en Estados Unidos, los ancianos. Pero hoy todo se agrava, porque la verdad es que ni siquiera los poderosos saben cómo salir de esta trampa mortal en la que nos metieron y de la que nadie se hace cargo.

No hay lugar para ilusiones; si a diario vivimos haciendo luchas de resistencia para intentar mantener lo poco que queda de conquistas sociales o derechos, en medio del ataque despiadado de cada gobierno burgués de turno, hoy ni siquiera hay espacio para eso. El capitalismo nos está llevando, como en esos otros momentos extremos, a una situación límite, porque lo que nos arrebatan es la vida misma. El capitalismo lo destruye todo, como una bestia asesina, como un loco que prende fuego a su propia casa. Así llegamos a un punto en que para preservar lo que es absolutamente indispensable, la salud, la vida, nos vemos arrojados a la necesidad de hacer la revolución.

La crisis de la pandemia del Covid-19 empieza a evidenciar las grandes contradicciones del sistema capitalista-imperialista mundial, pero en un nivel tan agudo que pone objetivamente sobre el tapete la alternativa socialismo o barbarie. Tratando de esclarecer las verdaderas causas así como las soluciones a esta crisis, las mentes más esclarecidas del ámbito científico y médico mundial apuntan a soluciones de gran envergadura, las cuales no tienen viabilidad en el capitalismo imperialista. Ante el avance de múltiples formas de barbarie, los científicos, sin saberlo, están indagando por las posibilidades de un sistema social que rediseñe de raíz no sólo el vínculo entre los seres humanos sino también el vínculo de la especie humana con la tierra.

Sus respuestas contradicen toda esa cháchara acerca de que después de la pandemia vendrá un mundo mejor, y que el estado capitalista –ausente por décadas– vendrá a cuidar nuestras vidas. Contradicen esa campaña engañosa con la que quieren convencernos de que el capitalismo va a autorreformarse y a corregir sus fallas estructurales. Si algo evidencia esta doble calamidad sanitaria y económica, es la imposibilidad de una salida reformista. La descomposición del sistema y sus devastadoras consecuencias para las amplias masas del mundo reclaman con urgencia salidas revolucionarias.

El sistema capitalista es el responsable de los centenares de miles de muertos de la pandemia, de los millones de desempleados, de los millones que pasan hambre por la crisis económica que venía de antes y que la pandemia agravó; es el responsable de la amenaza creciente de destrucción de la vida en el planeta, que ya se cobra innumerables víctimas en todo el mundo por las sequías, los incendios y las inundaciones; es el responsable de las guerras y de las violencias racista y machista, que crecen como una plaga.

Si esto es así, la pregunta es qué hacer para poner fin a toda esta desgracia. En un sentido la respuesta es muy sencilla: hacer la revolución para destruir este sistema y edificar una sociedad nueva, sin explotadores ni explotados, socialista. Si no lo vemos así es por la tremenda campaña ideológica que los capitalistas y sus plumíferos en todo el mundo han desplegado en contra del marxismo revolucionario, con el propósito de sepultar para siempre esa perspectiva a las nuevas generaciones. Pero no son sólo ellos, la crisis de la pandemia ha lanzado a la palestra todo tipo de curanderos de la conciencia: desde los místicos que nos devuelven a los brazos de dios, pasando por los neoliberales supuestamente autocríticos, los defensores del capitalismo humanitario; todas las vertientes del reformismo: progresistas, sindicalistas rutinarios, parlamentaristas y electoreros, activistas radicales localistas, utopistas de nuevo tipo que quieren devolvernos al campo; hasta una variada gama de “socialistas” y “ecosocialistas”, quienes hablan de socialismo o de “nuevo socialismo” pero sin decirnos cómo llegaremos a él, sin plantear la necesidad de la revolución y sin reivindicar las revoluciones socialistas del siglo XX y sus conquistas.

Todos tienen en común, ya sea en forma consciente o vergonzosamente práctica o hasta inconsciente, su aceptación del sistema capitalista-imperialista como realidad última de la humanidad, así como su rechazo o negación de la necesidad y la posibilidad de la revolución. Unos por su firme convicción de clase, otros porque capitulan a la campaña ideológica y se adaptan a la conciencia atrasada de las masas o porque se acomodaron a las migajas que el sistema les lanza. Es por eso que la respuesta revolucionaria a la actual crisis demanda, en primera instancia, una intransigente lucha ideológica.

El sistema capitalista no puede autorreformarse ni resolver las graves contradicciones que él mismo ha creado por una sencilla razón: el capitalismo es irracional por definición, pues cada acción suya está determinada por la busca de ganancias rápidas, y además, en este siglo largo de capitalismo imperialista es brutalmente parasitario. Es por eso que no puede resolver el problema de la destrucción de la naturaleza, del calentamiento global, del predominio de las energías fósiles sobre las llamadas energías limpias, o algo tan lógico como acabar con el despilfarro de energía y la creciente contaminación que representa la sobreabundancia de los automóviles en lugar de imponer en todas las ciudades del mundo el uso de servicios de transporte masivo. Pues cada solución racional, cada respuesta científica orientada a la satisfacción de las necesidades humanas y al cuidado de la naturaleza, se estrellan con la barrera infranqueable de los intereses de algún monopolio capitalista y su afán insaciable de lucro. Como dijo Engels:

Los capitalistas (…) sólo pueden preocuparse de una cosa: de la utilidad más directa que sus actos le reporten. Más aún, incluso esta utilidad –cuando se trata de la que rinde el artículo producido o cambiado– queda completamente relegada a segundo plano, pues el único incentivo es la ganancia que de su venta pueda obtenerse (…) Allí donde la producción y el cambio corren a cargo de capitalistas individuales que no persiguen más fin que la ganancia inmediata, es natural que sólo se tomen en consideración los resultados inmediatos. (Engels, F., “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre”, en: Obras escogidas, Moscú, Progreso, 1974, p. 78.)

En este artículo nos proponemos denunciar algunas de las más importantes contradicciones del sistema capitalista imperialista, a partir de lo expuesto por los científicos sobre las causas y consecuencias de la actual pandemia, mostrando que por su naturaleza plantean la necesidad objetiva del socialismo.  En artículos posteriores trataremos algunos otros problemas relacionados con la crisis ecológica –insolubles en los marcos del capitalismo imperialista–; por el momento nos centraremos en el caso de la pandemia, el ejemplo más contundente del desastre al que nos arroja este sistema y de la necesidad de superarlo. La primera cita trata de dar respuesta al problema universal de la gripe aviar –reconocida como la más seria amenaza de pandemia hasta antes de la emergencia del coronavirus– y su dramática contradicción con el dominio mundial de la gran industria farmacéutica:

Como en el caso del VIH/sida y de las enfermedades diarreicas infantiles fácilmente evitables, la gripe pone a prueba la solidaridad humana. El acceso a las medicinas básicas, entre las que se incluyen vacunas, antibióticos y antivirales, debería considerarse un derecho humano universalmente asequible y libre de costo (…) La supervivencia de los pobres debe tener siempre prioridad sobre los beneficios de la Bigpharma. Del mismo modo, la creación de una infraestructura de salud pública verdaderamente global se ha convertido en una necesidad urgente, en un asunto de vida o muerte para todas las naciones, ricas o pobres. (Davis, 2020, p. 175, los resaltados son nuestros.)

La segunda cita señala las causas económicas y sociales de la emergencia de las múltiples variedades de gripe que amenazan a la humanidad y de las condiciones que hacen posible el creciente contagio de especies animales a humanos:

(…) los dos cambios globales que más han operado a favor de la evolución acelerada interespecífica de nuevos subtipos de gripe y de la transmisión global de los mismos han sido la Revolución Ganadera de los años ochenta y noventa –parte de una conquista más general de la agricultura mundial a manos del agrocapitalismo a gran escala– y una revolución industrial en la China meridional –el crisol histórico de las gripes humanas–, que han aumentado de forma exponencial el intercambio comercial y humano de la región con el resto del mundo. La aparición de “superciudades” en el tercer mundo, con sus barrios marginales (…) un medio humano apto para la propagación de posibles pandemias y para la evolución vírica. Pero hay todavía un cuarto elemento negativo que cierra el ominoso círculo de la ecología de la gripe: la ausencia de un sistema internacional de salud pública que se ajuste a la escala y al impacto de la globalización económica, una necesidad urgente, un asunto de vida o muerte para todas las naciones, ricas o pobres. (Davis, 2020, p. 163, los resaltados son nuestros.)

Hacer realidad la exigencia de proveer como un derecho humano vacunas, antibióticos y antivirales sin costo, y la de instaurar un sistema mundial público de salud, requeriría al menos dos conquistas previas: que en cada país la salud dejara de ser un negocio privado y que se pusiera fin a la explotación y la opresión de unos países por otros. Conseguir lo primero implicaría derrotar a algunos de los monopolios capitalistas más poderos del mundo, que dominan tanto el negocio de los servicios de salud como el de la producción y distribución de medicinas; conseguir lo segundo implicaría acabar con el imperialismo. Esto no quiere decir que no tengan razón o que sean utópicas estas exigencias; lo que evidencian es el tremendo obstáculo que el sistema capitalista mundial impone al desarrollo de la humanidad.

En última instancia, las exigencias de proveer vacunas, antibióticos y antivirales a todos sin costo alguno y el reclamo de un sistema mundial público de salud, ponen al rojo vivo la necesidad de la socialización y la planificación de todos los recursos, de todos los bienes, conocimientos y servicios implicados en el cuidado de la salud humana. La lucha por conquistar esto significaría un avance en la instauración del socialismo en todo el mundo.

La pandemia del Covid-19 demanda más que nunca solidaridad, la conciencia de que pertenecemos todos a la misma especie y habitamos el mismo planeta (lo que Marx denomina “ser genérico”), y que tenemos que actuar en función de los intereses de toda la humanidad. Pero ya sabemos cómo piensan los capitalistas: no sólo no piensan en la especie humana, sino que incluso prefieren que se mueran todo el pobrerío, que se mueran todos esos viejos y así nos ahorramos lo de las pensiones; que se mueran todos esos sucios inmigrantes que vienen afear nuestros países, que se mueran todos esos marginales que sólo representan gastos sociales y que queden vivos los más fuertes y no dejen de producir ganancias para nuestras empresas. Cada día que pasa se ven las consecuencias de que vivamos bajo la dictadura de estos altruistas caballeros, en cada país y en el mundo, de que los estados nacionales respondan a los mandatos de los capitalistas de cada país y de que las llamadas organizaciones internacionales, como la ONU, la FAO, el Banco Mundial o la OMS, obedezcan a los mandatos y cuiden los intereses de los estados más poderosos y de sus monopolios, como en el caso de la OMS, que cuida los intereses de los grandes monopolios farmacéuticos. Es por eso que la solidaridad mundial es una ilusión en este sistema.

Pero todavía falta una gran contradicción, aún más englobante, lo que explica en última instancia la creciente degradación de la naturaleza, y que está en la raíz de la actual tragedia, así como del calentamiento global que pone en serio peligro el equilibrio de la vida en todo el planeta. Es lo que Marx denominó la “fractura en el intercambio metabólico de nuestra especie con la tierra”, que el revolucionario alemán precozmente caracterizó como insoluble en los marcos del capitalismo. Para Marx, sólo una sociedad superior, el socialismo, podría resolver estas agudas contradicciones y reestablecer el equilibro en el intercambio humano con el planeta.

Efectos del cambio climático en África      


Crónica de una muerte anunciada

A comienzos del siglo XXI, tanto la comunidad de especialistas como la OMS y los gobiernos estaban convencidos de que se venía una pandemia. Esto obedecía al avance imparable de una epidemia de gripe aviar que azotó a todo el Sudeste asiático y que se manifestó también en algunos lugares de Estados Unidos y de Europa, y porque empezaron a emerger casos de contagio letal en humanos, que trataron de ser ocultados por los gobiernos y por los grandes monopolios de la producción de pollos.

A finales del otoño de 2004, la preocupación no había disminuido. Cuando la revista Newsweek preguntó a un destacado microbiólogo sobre la posibilidad de una pandemia, el científico respondió: “Creo que lo que no acabamos de comprender es por qué no ha ocurrido todavía”. Es más, por lo general todos los investigadores coincidían en que una pandemia de H5 no sólo era inminente, sino que “venía con retraso”. (Davis, 2020, p. 136.)

Se encomendó a la OMS prender las alarmas, pero los científicos percibían que esta era complaciente con los gobiernos de países poderosos como Estados Unidos y China. En ese momento tuvo lugar un encarnizado debate acerca de los millones de muertos que causaría. Las predicciones más tímidas calculaban entre 2 y 7,4 millones de muertos; la mayoría calculaba entre 50 y 150 millones, y hubo quienes creyeron que podría llegar hasta 325 o hasta 1.000 millones de muertos (Davis, 2020). Con semejantes expectativas sobrevino una gran preocupación acerca de las condiciones de la salud pública en todo el mundo.

Un cúmulo de contradicciones estructurales llevaron a la convicción de que si llegaba la pandemia el país más poderoso del mundo no contaba con condiciones para enfrentarla. La industria de las vacunas no ha cambiado en 100 años, no ha producido ningún desarrollo tecnológico importante, de hecho, la Bigpharma (los monopolios farmacéuticos imperialistas) ha bloqueado los intentos de pequeñas empresas de alta biotecnología que han intentado producir vacunas basadas en la ingeniería genética.

Se estableció que sólo 2 empresas seguían produciendo vacunas en 2004 en Estados Unidos, mientras que en 1976 había 37 compañías, y las que quedaban tenían problemas constantes de calidad y de incumplimiento de los compromisos con el gobierno, y una de ellas era de capital francés (p. 152). Es una historia de desastres, de desabastecimiento, de fallas en el control de la calidad, de incapacidad de responder a las nuevas y más virulentas cepas de la gripe común, y también de corrupción, pues con todo eso el gobierno mantuvo los contratos con las compañías incapaces e ineficientes.

La pandemia del coronavirus llegó y se abrió paso por el mundo como si fuera una maldición, pero en realidad no fue para nada algo inesperado, y la única maldición que representa es la de vivir en un sistema económico y social decrépito y en descomposición. Los científicos y las asociaciones y publicaciones científicas y médicas ya habían alertado de esa posibilidad; la OMS y los gobiernos de todo el mundo estaban sobre aviso. No es cierto entonces que “nadie podía saberlo”. como dijo Trump; se trata en realidad, como en la novela de García Márquez, de la crónica de una muerte anunciada.

El Informe Anual sobre Preparación Mundial ante Emergencias Sanitarias de septiembre de 2019, alertó claramente sobre el peligro inminente de una pandemia:

(…) nos enfrentamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y liquidar casi el 5% de la economía mundial. Una pandemia mundial de esa escala sería una catástrofe y desencadenaría caos, inestabilidad e inseguridad generalizadas”. 

En todas las estrategias de seguridad nacional de casi todos los Estados imperialistas aparecen las pandemias como un riesgo sistémico. Más aún, desde hace tres años se publica anualmente el Global Risks Report (Informe sobre Riesgos Globales), un estudio editado por el Foro Económico Mundial antes de cada encuentro anual del Foro en Davos. Dicho informe se basa en las investigaciones de la Red Global de Riesgos, cada informe describe con detalle los cambios que van emergiendo en relación con en el panorama global de riesgos y en cada uno de ellos aparece en el apartado de “riesgos sociales” un ítem referido a las posibles pandemias. Se trata, insistimos, de una pandemia anunciada.

Como advierte Rob Wallace a propósito de Estados Unidos, no basta con reconocer estos fallos y negligencias, es preciso ir más allá para encontrar las causas de orden sistémico, que tienen toda la apariencia de “fallos programados”:

La falta de preparación y de respuesta al brote no empezó en diciembre, cuando los países de todo el mundo no respondieron a la Covid-19 cuando esta salió de Wuhan. En Estados Unidos, por ejemplo, no comenzó cuando Donald Trump desmanteló el equipo de preparación para pandemias de su consejo de seguridad nacional o dejó sin dotar 700 puestos de trabajo en el CDC. Tampoco comenzó cuando las autoridades federales no actuaron después de conocer los resultados de una simulación de pandemia en 2017 que mostraba que el país no estaba preparado. Ni cuando, como señala un titular de Reuters, Estados Unidos “eliminó el trabajo de expertos del CDC en China meses antes de la aparición del virus” (…) Tampoco comenzó con la desafortunada decisión de no usar los kits de prueba disponibles y provistos por la Organización Mundial de la Salud (OMS). En conjunto, los retrasos de la información temprana y la falta total de pruebas serán indudablemente responsables de muchas, probablemente miles, de vidas perdidas.

En realidad, estos fallos venían programados desde hace décadas, cuando se descuidaron y mercantilizaron simultáneamente los bienes comunes de la sanidad pública.  (Los resaltados son nuestros.)

La gripe aviar que azotó a todo el Sudeste asiático  a comienzos del siglo XXI     

La prehistoria de la humanidad

El problema es que, como dijo Marx, seguimos en la prehistoria de la humanidad. Él lo decía con toda la malicia del caso. Aun cuando la burguesía se jactaba de sus tremendos logros incomparables con los de todas las sociedades anteriores en todos los terrenos, estábamos en la prehistoria de la humanidad, justamente porque, con todo eso, la inmensa mayoría de la humanidad vivía esclava de la lucha por la subsistencia. Seguimos entonces, con mayor razón hoy, en la prehistoria de la humanidad, porque cuando los avances en el conocimiento y en el dominio efectivo de la naturaleza, y cuando la capacidad para generar riqueza y bienestar permitiría cubrir las necesidades de todos los habitantes del planeta, aún hoy la inmensa mayoría de la humanidad sigue esclava de la lucha por la subsistencia; pero no sólo eso, un porcentaje muy grande de ella sigue signada por el hambre y la insalubridad.

Y todo esto ocurre no por culpa de la incapacidad humana, de las limitaciones de su saber o de su desarrollo tecnológico, sino por la existencia de las clases sociales y la explotación, por el hecho de que la inmensa mayoría es esclava de una minoría que se apropia de la riqueza que esta mayoría produce y la concentra de manera espantosa, privando a millones de la satisfacción de sus necesidades básicas, así como por la existencia de unos cuantos países que oprimen y explotan al resto de la humanidad.

Pero ¿qué tiene que ver esto con el problema de la pandemia? Respondemos: todo. No sólo por el hecho quizá más comentado por los escritores y periodistas críticos de todas las corrientes ideológicas, e incluso por algunos importantes pensadores neoliberales: porque en los últimos 30 años prácticamente todos los estados capitalistas del mundo se dedicaron a destruir los sistemas públicos de salud, para convertir a la salud en el más gigantesco e infame negocio capitalista. Gracias a eso, cuando el coronavirus atacó, no hubo manera de dar una respuesta efectiva, acorde con las capacidades científicas y tecnológicas históricas, llevando así a la desgracia a cientos de miles aún en países que se precian de ser del primer mundo, como Italia, España o Gran Bretaña y el mismísimo Estados Unidos.

La viabilidad de un sistema económico-social se mide por su capacidad para desarrollar las fuerzas productivas –y recuérdese que las fuerzas productivas fundamentales son el hombre y la naturaleza–;  pero el capitalismo desde hace más de un siglo no hace sino frenar este desarrollo y no sólo eso: desarrollar las fuerzas productivas solo tiene sentido en cuanto esto ayuda a preservar la vida y hacerla cada vez mejor, pero el sistema mundial capitalista-imperialista está destruyendo masiva y aceleradamente las condiciones de vida en el planeta, poniendo en riesgo la vida misma de la especie.

Que frena el desarrollo de las fuerzas productivas significa que ya no genera avance y bienestar para toda la sociedad, aun cuando sí produzca avances particulares en tal o cual aspecto tecnológico, incluso cuando estos son de interés para toda la humanidad, como ocurre con las vacunas y los medicamentos, pues tanto la propiedad privada –de los conocimientos y los productos generados por avances científicos y técnicos–, y por ello la concentración de estos en unos cuantos monopolios que se benefician con su producción y comercialización, así como la existencia de fronteras nacionales que hacen que estos avances, que son patrimonio y destino natural de la humanidad, estén marcados por la propiedad nacional de cada monopolio y su estado nacional, lo que impide que tanto su producción como su distribución beneficie al conjunto de la humanidad sin distingo de nación o de raza. 

La otra cara de este mismo problema es la proliferación de las fuerzas destructivas, lo que lleva a que haya una desigualdad monstruosa entre la capacidad y el nivel de desarrollo de la producción de armas de destrucción masiva y el desarrollo en la producción de medicamentos y vacunas para las enfermedades que afectan a las amplias masas. Más aun; se equivocan quienes creen que el peligro del holocausto nuclear quedó en el pasado con la caída de la Unión Soviética; está más presente que nunca en este mundo en que la irracional voracidad capitalista se ha impuesto en todo el planeta.

Esto que decimos se mide, en primer lugar, por el terrible retraso en la producción mundial de vacunas y antibióticos para combatir las viejas enfermedades infecciosas conocidas, como en el retraso aún peor en la generación de nuevas vacunas y antibióticos para combatir las mutaciones de los virus y bacterias que producen estas enfermedades y para hacer frente a las nuevas. Todo lo cual representa de por sí una calamidad espantosa a la que se suma el hecho de que, por las condiciones ecosistémicas producidas por el capitalismo a escala mundial, estamos en una época en la que surgen cada vez más nuevas y peligrosas enfermedades producidas por virus y bacterias procedentes de los animales, entre otras razones porque la cría industrial de aves de corral para las empresas de comida rápida se ha convertido en una incubadora y distribuidora de nuevos tipos de gripe (Wallace, 2020). Mike Davis cita y comenta a varios científicos que denuncian cosas aún peores, como que a principios de 2018 hubo dos grandes anuncios, dos avances que habrían podido ser decisivos para enfrentar la crisis actual:

(…) los principales investigadores del Centro de Investigación de Vacunas de los Institutos Nacionales de Salud anunciaron una revolución en el diseño de vacunas basada en los últimos avances en las técnicas de secuenciación de nueva generación, en el reconocimiento rápido de anticuerpos monoclonares, en la aplicación de inteligencia artificial en el diseño biológico y en la ingeniería de proteínas a escala atómica (…) Mientras tanto, Halyard Health, una empresa que había sido contratada tres años antes por la administración Obama para actualizar la tecnología de fabricación de mascarillas N95, en otoño de 2018 había logrado construir un prototipo de máquina capaz de producir un millón y medio de mascarillas al día, diez veces más que el volumen máximo de la industria actual. Esto satisfaría el aumento de la demanda de mascarillas durante una pandemia, según había previsto y calculado correctamente el DHHS de Obama. (Davis, 2020, pp. 29-30.)

Pero la mayoría de los republicanos se negaron a invertir en esas investigaciones, y como tenían el sello de Obama, Trump se propuso destruirlas. Además, su verdadera prioridad estaba en acabar de destruir el Medicare, el sistema de salud instaurado por Obama. Gobiernos como el de Trump o el de Bolsonaro expresan la terrible decadencia del sistema, son el reflejo en la superestructura del avance de la barbarie en la sociedad. Sus ideologías conservadoras y retardatarias, ese derroche de estupidez y de cinismo y, sobre todo, esa propagación de ideologías casi medievales, como decir que se trataba de una gripita, desestimar el peligro de la pandemia, alentar a los sectores más atrasados de la sociedad que se niegan a usar tapabocas –ya sea en nombre de la libertad o en nombre de dios– o sugerir que el consumo de detergente puede combatir el virus… todas son propias de esa descomposición denunciada por Trotsky a propósito del avance del fascismo en los años 30:

En la actualidad, no sólo en los hogares campesinos, sino también en los rascacielos urbanos, viven conjuntamente los siglos veinte y diez o trece. Cien millones de personas utilizan la electricidad y todavía creen en el poder mágico de gestos y exorcismos. El papa de Roma siembra por la radio la milagrosa transformación del agua en vino. Los astros del cine van a los mediums. Los aviadores que pilotan milagrosos mecanismos creados por el genio del hombre utilizan amuletos en sus ropas. ¡Qué reservas inagotables de oscurantismo, ignorancia y barbarie! La desesperación los ha puesto en pie, el fascismo les ha dado una bandera. Todo lo que debía de haberse eliminado del organismo nacional en forma de excremento cultural en el curso del desarrollo normal de la sociedad lo arroja por la boca, ahora la sociedad capitalista vomita la barbarie no digerida. Tal es la fisiología del nacionalsocialismo. (Trotsky, León, “¿Qué es el nacionalsocialismo?”; en La lucha contra el fascismo en Alemania, Buenos Aires, CEIP, 2013, p. 356.)

También en el terreno ideológico se evidencia la prehistoria de la humanidad, pues crecen las tendencias más retrógradas de la sociedad alentadas por los protofascistas oportunistas: el desprecio por la ciencia, la condena del aborto, la proscripción de la “ideología” de género, la exigencia de que sea la familia la que se encargue de la educación de los niños –como en varios estados en Estados Unidos–, la negación de la teoría evolucionista de Darwin y hasta, quien lo creyera, el auge de movimientos antivacunas.

Para Marx, salir de la prehistoria de la humanidad implica destruir la sociedad capitalista y crear una sociedad nueva, radicalmente opuesta a ella. Si hay algo que deja al desnudo la actual crisis mundial sanitaria y económica, es la terrible decadencia del capitalismo, la evidencia de que seguimos atrapados en la paradoja de vivir en la sociedad que más desarrolló la ciencia y la técnica, pero que nos obliga a persistir en la precariedad y el oscurantismo.

Pobreza en Alabama (Estados Unidos)     

Dos humanidades

Mike Davis, analizando la desigualdad en el impacto de la enfermedad producida por el coronavirus, sostiene que desde el punto de vista inmunológico existen dos humanidades. Lo dice para marcar las diferencias que las abismales desigualdades sociales entre países dejan en los cuerpos de los más pobres,

Hasta la fecha, la letalidad de las infecciones por coronavirus en Asia oriental, Europa y Norteamérica entre las personas sanas, bien alimentadas y menores de cincuenta años solo ha sido ligeramente superior a la de la gripe. Pero desde el punto de vista inmunológico existen dos humanidades distintas. En la primera, solo los ancianos y los enfermos crónicos han sido conducidos a los peldaños superiores de la pirámide para ser sacrificados ante la Covid-19. En la otra, donde la desnutrición, las enfermedades y el agua contaminada ponen en riesgo el sistema inmunitario de personas de todas las edades, y donde las afecciones respiratorias son legión, es probable que la masacre se extienda más y que se muestre indiferente a la demografía. La pobreza, la densidad y el hambre, en otras palabras, presumiblemente remodelarán la pandemia. (Davis, 2020, p. 40, los resaltados son nuestros.)

Tiene toda la razón, pero es preciso añadir que esa división social tan radical, que pareciera una diferencia de naturaleza, se padece también crudamente en el interior de los propios países imperialistas como Estados Unidos, en donde la gran mayoría de los negros y los latinos están corriendo con la peor parte en esta pandemia. Afroamericanos y latinos realizan los trabajos más difíciles y los de mayor exposición al contagio, viven en su mayoría en condiciones de hacinamiento en pequeños apartamentos, padecen en mayor número de enfermedades preexistentes y muchos ni siquiera tienen acceso al sistema de salud, que es privado y carísimo, y en el caso de muchos inmigrantes, incluso si pudieran acceder a algún servicio de salud, prefieren no hacerlo por temor a ser deportados. Como declaró a Deutsche Welle el doctor Ashwin Vasan –profesor de Medicina en la Universidad de Columbia y médico en el Hospital Presbiteriano de Nueva York–: “El virus está exacerbando estas desigualdades que han existido durante siglos (…) La tasa de mortalidad por el virus es dos veces mayor en los latinos y afroamericanos que en los estadounidenses blancos”. 

Otra faceta de la decadencia del sistema capitalista mundial la encontramos en la bancarrota de los organismos internacionales imperialistas estructurados en torno a la ONU, los cuales fueron creados al final de la Segunda Guerra Mundial para mitigar los desastres que el mismo sistema produce y así dar la apariencia de que el capitalismo se preocupa por la humanidad, como se advierte entre otros muchos casos en el bloqueo imperialista a la producción de medicamentos genéricos en los países atrasados:

Richard Horton, el editor de The Lancet, la principal revista médica británica, ofrece una visión no menos sombría de la salud pública mundial: “Desde hace tiempo, Unicef y la OMS han abandonado a los niños a morir en la pobreza. Por ejemplo, el gasto de Unicef en inmunización ascendió a 180 millones de dólares en 1990. En 1998, la cifra había caído hasta los cincuenta millones”. Cerca de once millones de niños de menos de cinco años mueren cada año, y “el 99 por ciento de esas muertes ocurre en lugares caracterizados por una pobreza extrema”. Horton acusa a la OMS (…) tanto de servilismo a las elites corporativas como de “censurar las críticas dirigidas a la industria farmacéutica”. Condena también la sórdida cruzada emprendida por la administración Bush en defensa de los monopolios de los gigantes farmacéuticos en la fabricación de medicamentos para el tratamiento de enfermedades crónicas: “Una vez más –escribía tras el veto estadounidense en 2002 a los esfuerzos del tercer mundo por conseguir medicamentos genéricos– se vedará el acceso a fármacos vitales para hacer frente a la aparición de emergencias sanitarias entre quienes viven en la pobreza con el único fin de proteger los beneficios. Y la OMS no tiene nada que decir al respecto”. (Davis, 2020, p.164.)

El autor habla de un círculo vicioso entre la enfermedad pandémica, la miseria y la política neoliberal. Nunca como antes la división del mundo entre países imperialistas y países atrasados –oprimidos por los imperialistas– ha sido tan patente como en esta división social-inmunológica que es prácticamente “eugenésica”, que se mueran los más débiles y sobrevivan los más fuertes para que así mejore la “raza”. Así se muestra también en la producción y distribución mundial monopólica de las vacunas.

(…) Solo doce compañías farmacéuticas fabrican vacunas antigripales, y el 95 por ciento de su producción –cerca de 260 millones de dosis– se consumen en las naciones más ricas del mundo. La producción actual está limitada por el abastecimiento de huevos fértiles, e incluso si se pasara al cultivo de células –como reclaman todos los expertos–, todavía habría que enfrentarse al problema de que “sorprendentemente”, hay pocas líneas de células cultivadas que estén convenientemente acreditadas y pocos bancos de células disponibles, y muchos de ellos son propiedad de compañías farmacéuticas. (Davis, 2020, p. 165.)

Ahora mismo estamos en medio de una guerra mundial de las vacunas por el Covid-19, en la que compiten principalmente las farmacéuticas británicas, estadounidenses, alemanas, chinas y rusas. El gobierno de Donald Trump, junto con los demás gobiernos imperialistas, hace lo imposible por desacreditar los proclamados triunfos de la vacuna rusa, al tiempo que el mismo Trump resta todo crédito a los avances científicos chinos, mientras exigía –en vano– que hubiese una vacuna disponible en Estados Unidos antes de las elecciones de noviembre, aun cuando la OMS decía que es imposible que haya alguna antes de 2021. La guerra consiste no sólo en quién produce primero la vacuna sino, sobre todo, en cuántos contratos internacionales logra para asegurar las innumerables ganancias que representa la venta de una mercancía que se cuenta por millones de dosis y que se pagan –como dicen popularmente– en rama, pues son los estados los encargados de comprarlas. La otra cara de esto es cuántos países no podrán comprar los millones de dosis necesarios para frenar el avance del virus o en cuánto tendrán que endeudarse para lograrlo, cuánto se embolsillarán los intermediarios privados en cada país y cómo se hará la distribución, donde muy seguramente habrá que pagar por una dosis a la que tendríamos que poder acceder sin pagar un peso.