Los casi 12 millones de desocupados, los 54 millones de personas que sufren desnutrición y las 35 millones de familias que corren riesgo de ser desahuciadas cuando el 31 de diciembre finalice la moratoria de desalojos decretada por el Ministerio de Sanidad y Servicios Humanos, señalan la oscuridad del túnel por donde marcha el conjunto de la humanidad, y en particular los asalariados, puesto que estas cifras alarmantes pertenecen al país más rico y poderoso del mundo bajo el capitalismo imperialista.
La Casa Blanca, en estos días epicentro de todas las expectativas por el resultado electoral, también lo es por la pandemia. Casi 200 personas han tenido que ser aisladas por estar en contacto con el virus, entre funcionarios y trabajadores; al menos 130 miembros del Servicio Secreto (de la seguridad de Trump y de la Casa Blanca) han dado positivo o han sido aislados, y el virus también se infiltró entre los miembros del Comité Nacional Republicano.
A pocos días de finalizada la elección presidencial, la pandemia está fuera de control por el aumento de contagios, y la incertidumbre política por la disputa sobre el resultado electoral presagian un invierno aún más difícil a este inicio horriblemente calamitoso.
Una situación donde también se cuentan los recientes incendios forestales tremendamente destructivos sufridos por varios estados de la costa oeste y los huracanes cada vez más catastróficos en los estados aledaños al golfo de México y al océano Atlántico, fenómenos agravados debido al cambio climático y que suman penurias a gran parte de la población.
En este contexto, el desafío del futuro presidente demócrata Joe Biden no parece nada fácil, y Donald Trump pretende complicarlo aún más: no reconoce su derrota y abrió la pelea legal por el recuento. Además, en estos días cruciales de transición, aunque Trump anuncie la vacuna se despreocupa por mitigar los efectos de la pandemia y de sus consecuencias, en un país donde el virus ya hizo terribles estragos.
Hacia fines del siglo XIX, las revoluciones de los Estados Unidos convocaron la atención de la clase obrera mundial; ahí nacieron los pilares del régimen democrático estadounidense, bastardeado durante siglos por la continuidad de la dominación burguesa.
«Cuando la oligarquía de 300.000 esclavistas se atrevió por vez primera en los anales del mundo a escribir la palabra “esclavitud” en la bandera de una rebelión armada, cuando en los mismos lugares en que había nacido por primera vez, hace cerca de cien años, la idea una gran República Democrática… en esos mismos lugares, la contrarrevolución se vanagloriaba con invariable perseverancia de haber acabado con las ideas reinantes… declarando que la esclavitud era una institución caritativa, la única solución… del gran problema de las relaciones entre el capital y el trabajo… Los obreros de Europa tienen la firme convicción de que, del mismo modo que la guerra de la Independencia en América ha dado comienzo a una nueva era de la dominación de la burguesía, la guerra americana contra el esclavismo inaugurará la era de la dominación de la clase obrera…»
C. Marx, Carta a Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos de América, noviembre de 1864.
«… el final victorioso de la guerra contra el esclavismo ha inaugurado una nueva época en la historia de la clase obrera. Precisamente en ese período surge en los Estados Unidos el movimiento obrero independiente, al que miran con odio los viejos partidos de su país y sus politicastros profesionales…»
C. Marx, Mensaje a la Unión Obrera Nacional de los Estados Unidos, Londres, 12 de mayo de 1869.
Fueron protagonistas de historia norteamericana, quienes llevaron a cabo los cambios fundamentales que establecieron el régimen republicano y democrático, los que abolieron la esclavitud y aquellos que continuaron en su lucha sistemática y heroica contra la explotación laboral, contra el trabajo infantil, contra la opresión y discriminación de la mujer; los que darían vida a los movimientos por los derechos civiles y a los movimientos contra la guerra de Vietnam, los actores de las revueltas laborales como la producida en Los Ángeles por la comunidad latina de fines de los años noventa, que levantó las banderas de lucha por un salario digno, los que tomaron las calles en las manifestaciones contra la Cumbre de la Organización Mundial de Comercio (OMC), los Occupy Wall Street (Ocupemos Wall Street) con la denuncia contra el 1% más pudiente que se lleva la riqueza del resto de la sociedad, los Occupyourhomes (Ocupemos nuestras casas), entre muchísimos otros. Los protagonistas también de las repetidas oleadas de huelgas obreras desde las primeras industriales en las fábricas textiles en la década de 1830 a 1840, pasando por las de las década de los años sesenta del siglo XX hasta las más recientes de diversos gremios (frigoríficos, portuarios, docentes) y en las plantas de la General Motors; aquellos que lucharon ferozmente para conquistar y defender derechos, aquellos que representan a los sectores sociales que construyeron el país.
Sin embargo, solo se habla de la historia oficial, y como señala el historiador estadounidense Howard Zinn en su libro La otra historia de Estados Unidos –una historia desde el punto de vista de los conquistados, de los oprimidos, de los esclavos negros, de la clase obrera y sus luchas–, «disimulan los terribles conflictos de intereses entre conquistadores y conquistados, amos y esclavos, capitalistas y trabajadores, dominadores y dominados por razones de raza o sexo», porque en realidad lo que se busca es «engatusar a la gente común en la inmensa telaraña nacional, con el camelo del “interés común”».
Así se construyen las utopías sobre los futuros beneficios del capitalismo, de un capitalismo más humano, más democrático o reformable con leyes que mitiguen sus nefastas consecuencias económicas y sociales para el conjunto de los trabajadores.
Así se construyen los mitos como el New Deal, que contuvo beneficiosos programas de ayuda estatal que intentaron revertir las consecuencias de la gran depresión de 1930. Programas que no contemplaron a los negros y dejaron al capitalismo intacto.
«Los ricos aún controlaban la riqueza de la nación, así como las leyes, los tribunales, la policía, los periódicos, las iglesias, y las universidades. Se había dado la ayuda suficiente a las personas suficientes como para hacer de Roosevelt un héroe para millones de personas, pero permanecía el mismo sistema que había traído la depresión y la crisis, el sistema de despilfarro, de la desigualdad y del interés por el beneficio más que por las necesidades humanas.»
En los Estados Unidos crecen la desigualdad y la pobreza
Este último 9 de noviembre en Wall Street el repunte en la Bolsa de Valores benefició y ubicó en lo más alto del podio de los supermultimillonarios al señor Bernard Arnault. Con este «magnate del lujo francés» comparten el ranking de las fortunas personales más grandes del planeta cuatro estadonidenses: Bill Gates, Elon Musk, Jeff Bezos y Mark Zurckeberg.
La suma de los cinco patrimonio equivale a los PBI anuales de países como Argentina (45 millones de habitantes). Las cifras demuestran que desde el estallido de la pandemia estas cinco fortunas han aumentado su patrimonio varias veces, mientras la Argentina aumentó su deuda a ritmo de catástrofe.
El sistema económico de Estados Unidos les dio esa oportunidad para el éxito de sus negocios, y también los benefició con ayudas del Estado, entre ellas la baja constante de impuestos en un amplio abanico de actividades económicas, desde satélites de Internet, tecnología informática, energías renovables, servicios comerciales y de medios hasta la exploración espacial. Las ideas de estos magnates «de la creatividad y el emprendedorismo» se cubren de nuevas etiquetas de protección del ambiente, mientras desarrollan «capacidades para que tu coche gane dinero cuando no lo estás usando» y se perfecciona la conducción autónoma de los nuevos y costosísimos autos eléctricos. Elon Musk, dueño de la fábrica Tesla dedicada a la producción de este tipo de vehículos, mientras obliga a sus obreros a continuar con la producción, despotrica contra las medidas contra el Covid-19 Según él, «… el confinamiento es una orden fascista: están destrozando la libertad», y sin dudar contradijo la orden del gobierno local en el condado de Alameda, que obligaba al confinamiento en sus hogares y el cierre de fábricas y comercios para contrarrestar la propagación del virus.
El comportamiento de estos empresarios de las nuevas tecnologías hacia sus empleados no tienen nada que envidiarle a sus antecesores. Jeff Bezos , dueño de Amazon, en 2014 fue elegido como el peor patrón del mundo en el Tercer Congreso de la Confederación Internacional de Sindicatos en Berlín, donde se denunció que Bezos «representaba la inhumanidad de los patrones promocionados por el modelo empresarial estadounidense».
Mark Zurckeberg, creador de Facebook, una plataforma considerada como «un megáfono que los peores autócratas en la historia sólo podrían soñar», ya ha adquirido cerca de 45 empresas en un proceso de concentración permanente, entre ellas Instagram y WhatsApp; emplea 35.000 trabajadores y fue convocado por el Senado estadounidense a raíz de las elecciones presidenciales 2020. Los senadores demócratas apuntaron contra Zurckeberg, considerado como el «vehículo de desinformación en las pasadas elecciones». A esta altura nadie puede engañarse sobre la incidencia de estos monopolios de redes sociales en la información y desinformación funcional a los intereses de los más poderosos, sean países, oligarquías financieras o dueños de los holdings industriales y energéticos.
El otro polo, el de los trabajadores, los negros, las mujeres
El riesgo de que un niño nacido en los Estados Unidos muera en su primer año durante la primera década del siglo XXI fue un 76% mayor que en otros 19 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Un estudio elaborado en 2018 por investigadores del Hospital Johns Hopkins señalaba:
«Altos índices de pobreza persistentes, resultados educativos pobres y una relativamente débil red de seguridad social han hecho de los Estados Unidos el más peligroso país de las naciones adineradas para el nacimiento de un bebé… desde los años 80 las estadísticas de mortalidad infantil en los Estados Unidos han sido más altas que en las otras naciones.»
El crecimiento de la pobreza en los Estados Unidos evidencia la crisis crónica del sistema capitalista, cuyas miserias extiende por el mundo. En el país más opulento del planeta la inmensa mayoría de los trabajadores sufren el deterioro de sus condiciones de vida, lo que contradice el auge económico anterior: los salarios pierden cada vez más capacidad de consumo y las condiciones laborales empeoran. Aumentan a la vez la indigencia, las familias sin vivienda, los jóvenes sin educación ni trabajo y el castigo indiscriminado contra los negros pobres, mientras la riqueza es acaparada por una minoría cada día más poderosa e influyente, lo cual aumenta la distorsión y la degradación de la democracia capitalista. Más y más ciudadanos se dan cuenta de que sus instituciones políticas, judiciales, sociales y culturales no protegen sus condiciones de vida ni su futuro. La polarización de la sociedad y el fortalecimiento del ala «socialista» en el Partido Demócrata, tiene su contracara con el crecimiento de alas de ultraderecha en los movimientos contra el establishment político y económico. La derecha como movimiento social tiene sus orígenes en la década de 1980; desde entonces la organización de estos grupos conservadores ha ido en aumento y en un proceso claro de radicalización, donde movimientos como los Proud Boys son su expresión más reciente.
Las huelgas de la clase obrera dieron su presente durante 2019, con el paro cumplido por casi 50.000 obreros de las plantas de General Motors con epicentro en Michigan durante 40 días, (número solo superado por la huelga de 1970, 67 días). Se levantó con la firma de un nuevo convenio laboral para los próximos cuatro años, pero no impidió el cierre de tres fábricas (En Ohio, Michigan y Maryland) como parte del plan de reconversión e inversión patronal para fabricar vehículos eléctricos.
Según la Oficina de Estadísticas Laborales de los Estados Unidos, en 2019 participaron en huelgas un total de 465.000 trabajadores, una cantidad solo superada por el año 2018 con 485.000, después de un período entre 2007 y 2017 donde el promedio annual fue de solo 76.000 trabajadores en huelga.
A las huelgas de mineros del cobre de ASARCO, de los docentes, en particular la de Viriginia, realizada en abierto desafío a los sindicatos, de trabajadores portuarios y de frigoríficos, de las enfermeras de Nueva York se sumaron las sucesivas y masivas movilizaciones de mujeres contra Trump y las recientes manifestaciones multitudinarias de furia de miles de jóvenes en las principales ciudades norteamericanas contra el asesinato de George Floyd por la policía. El repudio generalizado por su muerte lo convirtieron en un nuevo símbolo mundial contra el racismo.
Las mujeres, que se movilizaron contra las políticas, conductas y expresiones discriminatorias y denigratorias de Trump, durante esta pandemia cumplen un papel fundamental porque de los 5,8 millones de trabajadores de la salud, y que ganan menos de 30.000 dólares al año, la mitad no son personas de piel blanca, y el 83% son mujeres. Entre las asistentes de cuidado de la salud individual y del hogar, trabajos por los que se gana un poco más del salario mínimo, 8 de cada 10 son mujeres. En general, las actividades laborales consideradas esenciales, y que por lo tanto no se detuvieron durante los confinamientos, las ejercen mujeres en una proporción muy alta, sin que esto haya significado ningún beneficio o protección especial de parte de las instituciones del estado.
Los resultados controversiales de estas elecciones presidenciales y el antecedente de 1876
En estos días que corren, la prensa resalta que la batalla electoral entre Trump y Biden es la más contraversial de la historia norteamericana, pero se deja en el olvido el proceso electoral de 1876, cuyo polémico resultado la ubicaba hasta ahora como la disputa más importante.
Las batallas electorales reflejan solo una parte de las intensas luchas de intereses entre los sectores de clase que dominan el Estado, y esta división «por arriba» se profundiza en períodos de mayor tensión y agudización de lucha de clases.
Los años 1876-1877 corresponden a un período de cambios en la historia norteamericana donde se combinan varios procesos que influirían en el futuro del país: entre ellos, las consecuencias de la Guerra civil, una guerra que desangró a un país dividido hasta su finalización en 1865, que logró la abolición de la esclavitud y presenció el asesinato del presidente Abraham Lincoln por un supremacista sureño.
El estallido de la crisis económica de 1873 devastó la nación, liquidó cientos de pequeñas empresas, trajo hambre y muerte de trabajadores, hacinamiento y enfermedades para sus familias, pero unas pocas fortunas, lideradas por los Vanderbilt, los Morgan y los Rockefeller, siguieron creciendo. Por ese contexto, en 1876, cuando se cumplían cien años de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, los conflictos sociales y las huelgas invadían la escena política y los trabajadores eran sus protagonistas activos.
En la ciudad de Chicago, y en uno de los tantos mitines obreros del 4 de julio, el Partido de Trabajadores publicaba su Declaración de la Independencia:
«El sistema actual ha permitido que los capitalistas hagan leyes en su propio interés, leyes que lesionan y oprimen a los trabajadores. Ha convertido la palabra DEMOCRACIA, por la cual nuestros antepasados lucharon y murieron, en una caricatura al dar a los propietarios una cantidad desproporcionada de representación y control en el Parlamento. Ha permitido que los capitalistas… se aseguren la ayuda gubernamental, incentivos en forma de subvenciones en el interior y préstamos de dinero para los intereses de las corporaciones ferroviarias, quienes, con el monopolio de los medios de transporte, pueden engañar tanto al productor como al consumidor… Por lo tanto los representantes de los trabajadores de Chicago, reunidos en una concentración multitudinaria, solemnemente hacemos público y declaramos… Que nos desvinculamos de toda lealtad hacia los partidos políticos existentes de este país, y que, como trabajadores libres e independientes, procuraremos adquirir plenos poderes para establecer nuestras propias leyes, organizar nuestra propia producción, y gobernarnos nosotros mismos.»
Howard Zinn señala que en 1877 «hubo una serie de dramáticas huelgas de los trabajadores ferroviarios en una docena de ciudades que sacudieron a la nación como no lo había hecho ningún conflicto laboral en la historia… ».
A partir de esos años, el crecimiento industrial se aceleraría a ritmos inéditos en la historia estadounidense, a expensas de la consolidación del sistema de explotación laboral. Un período que vio nacer una nueva etapa en el capitalismo, donde se produjo una rápida concentración de la producción en empresas cada vez más grandes, liderada en el mundo por el capitalismo avanzado de los Estados Unidos: la fase del capitalismo monopolista, caracterizado por el surgimiento de «cárteles» (acuerdos de precios, de mercados, etcétera), en especial en ramas productivas como el carbón y el hierro, sin con eso evitar el caos inherente al conjunto de la producción capitalista. La transformación de la competencia en monopolio constituye uno de los fenómenos más importantes de este sistema económico. Con los monopolios nacería el imperialismo moderno, que llevaría a su máxima expresión la necesidades de los viejos imperios colonialistas europeos: la dominación de los mercados y recursos de los países atrasados extranjeros y la acción militar, y la fusión del capital financiero con el industrial, hasta la dominación del capitalismo financiero. Así entró el sistema capitalista en su fase parasitaria y decadente, que quedó a la luz del día con la gigantesca matanza de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
Elecciones/2020: Trump versus Biden
En el marco de la república «democrática» norteamericana, que sirve de escudo para defender de forma más segura las ganancias capitalistas y fortalece la ofensiva contra los pueblos del mundo, ciento cuarenta años después asistimos a una «caricatura» más impactante de la democracia norteamericana asentada en el sistema capitalista imperialista: una nueva batalla electoral por la presidencia, foco principal de las redes mundiales de noticias. Una reducida diferencia de votos entre los candidatos favoritos y un régimen de votación adaptado a la emergencia de la pandemia retrasaron la definición de un ganador entre Trump por el partido Republicano y Biden por el Demócrata, y mantuvieron la atención de los medios masivos de comunicación, como si el mundo entero asistiera a un gran premio de turf, el Derbi americano.
La furia de los jóvenes, de los negros, de las mujeres, de los desocupados y de los trabajadores mal pagos expresan los padecimientos por la brutalidad policial y por las condiciones generales agravadas por la pandemia, en sus crecientes luchas y movilizaciones.
La contienda electoral se desarrolla en ese marco. La situación más agudizada de crisis expresadas en los dos partidos tradicionales (columna vertebral del régimen político estadounidense), deterioran esa parte fundamental de la apariencia democrática con la que se arropan las clases que dominan el aparato de Estado. Desde que se conquistó el derecho universal al sufragio ha corrido mucho agua bajo el puente.
Está planteado la continuidad de la contienda en el terreno de la justicia, impulsada por el actual presidente y candidato republicano, con un Trump desaforado ante la inminencia de la derrota en su reelección presidencial. Se aumentan las expectativas en una opinión pública dividida, que los líderes políticos pretenden aprovechar a su favor.
Sin embargo, ambos candidatos (Trump y Biden) representan a la «elite» empresarial y se postulan como los más fieles representantes de la oligarquía financiera, especulativa y de negocios, de las grandes empresas y conglomerados industriales, y representan los intereses de la franja más rica de la sociedad estadounidense.
Las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, y en particular en las últimas décadas, se dirigen hacia formas cada vez más agresivas y hacia la ruptura del pilar mundial de la democracia capitalista: el poderoso y cada día más desprestigiado régimen político estadounidense. Como en sus inicios, la democracia capitalista de los Estados Unidos instrumenta una propaganda electoral engañosa (nadie puede omitir la influencia de las redes sociales, de Internet y de los medios, que aumentaron su patrimonio su influencia y su poder), que enfatiza las diferencias entre los contrincantes tapando lo que los une. Sin embargo, tampoco se puede esconder la descomposición social e institucional, ni ocultar la necesidad imperiosa de un control más férreo de la clase burguesa hacia los sectores sociales más pobres y marginados, y hacia la clase obrera. Ni pueden tapar la necesidad de promover la guerra, los bloqueos, las presiones o directamente la intervención militar para defender los intereses de sus holdings –con fuertes inversiones y lazos en el mundo–, en su afán de apropiarse de recursos, de influencias, de mercados y de mano de obra barata.
La combinación de estos factores hace evidente el paralelismo entre los inicios del capitalismo con la etapa actual de decadencia y parasitismo del sistema capitalista, en la que se fortalecen las tendencias de las potencias a transformar el mundo en colonias suyas, y de dirigirse hacia una cada vez más brutal superexplotación de los trabajadores y las razas consideradas «inferiores».
En esta oportunidad, se escuchan voces de pregoneros de la burguesía que comparan «el estallido de la grieta política y social yanqui» con la división que enfrentó al país en la guerra civil de los años 1861 a 1865, la Guerra de Secesión. Pero a la vez ocultan la permanencia de la guerra porque no se derrotó la explotación capitalista imperialista. El capital mantuvo su dominación, con una oligarquía financiera parasitaria y una concentración empresarial que manejan los hilos del poder con dinero, recibiendo redituables subvenciones, beneficios y seguridad del Estado, contra la inmensa mayoría de trabajadores y pobres que habitan el país del «sueño americano» pero que cada vez pierden más derechos, y reciben más palos de manos de la policía. En ese marco de crisis social y económica, con conflictos sociales en ascenso, se dan estas elecciones, y como decíamos hace apenas unos meses atrás:
«Estados Unidos encaró la pandemia del Covid-19 con miles de víctimas por la criminal política oficial de no resguardar la salud pública ni ofrecer asistencia gratuita durante una de las crisis sanitarias más importantes sufridas por la humanidad. En ese marco, la policía norteamericana mató a George Floyd, a plena luz del día.… La brutal conducta asumida por las omnipresentes fuerzas de seguridad, desde las policías estatal hasta la Guardia Nacional, quedó a la vista de todo el mundo, registrada en centenares de videos difundidos por la televisión y viralizados en las redes sociales. Bajo el mando del magnate y bravucón Trump… el Estado norteamericano no asume la responsabilidad por las miles de muertes por el Covid-19, en su mayoría negros y latinos, y menos todavía por la brutalidad policial que asesinó Floyd. Y además ordenó el despliegue de la fuerza militar para acallar las voces de millones de ciudadanos que defienden en la calle los derechos civiles y una república democrática que parece inexistente para los negros, los latinos y los trabajadores.»
Perspectiva Marxista Internacional, agosto de 2020
En estas elecciones, frente a la decadencia y crisis de los partidos políticos tradicionales ambos candidatos necesitaron un eslogan unficador: la convocatoria a votar. La elite política necesitó, como nunca antes, la participación activa en las urnas, para canalizar en el voto la furia de millones de trabajadores y jóvenes estadounidenses. En el marco de la fragilidad política y la crisis económica y de sanitaria, todo podía encender el fuego, incluso la demostración más vigorosa de un régimen democrático, como es el voto. Y aunque les provoque serios dolores de cabeza, asumen los riesgos de una apabullante manifestación democrática de la ciudadanía.
Estados Unidos se convirtió en el epicentro de la crisis económica y financiera mundial de 2008. Doce años después, sin recobrarse, asiste espantado a una crisis sanitaria de magnitud con la agudización de la pandemia del coronavirus, que a su vez aumentó el número de desempleados, agudizó todos los problemas sociales y raciales, y amenaza con una recesión económica profunda. También asiste espantado al crecimiento y punjanza chinas, el surgimiento de un nuevo coloso capitalista en el mercado mundial que cuestiona el dominio del imperialismo yanqui.
En «la tierra de las oportunidades», continúan surgiendo «astutos y eficientes hombres de negocios» bajo las mismas reglas que dieron poder y dinero a los JP Morgan o a los Rockefeller, que construyeron imperios y poderosos holdings, apostando en la timba financiera de Wall Street, liquidando la competencia, defendiendo precios altos y salarios bajos, y fundamentalmente utilizando subsidios, prebendas gubernamentales y al Estado mismo para defensa de sus patrimonios en todo el mundo.
Con el desarrollo del capitalismo, la explotación se disimuló más gracias a leyes que conquistaron los explotados y oprimidos, y así el régimen se perfeccionó y adquirió una apariencia de neutralidad y justicia. Pero las crisis cada vez más profundas que marcan su decadencia dejan huellas que no se pueden tapar: una creciente desigualdad expresada en mayor número de pobres y de desposeídos dentro de las fronteras de la nación más rica del mundo.
Si en 1876 la convocatoria de los trabajadores a independizarse de los partidos patronales constituyó un programa legítimo para terminar con un sistema de explotación laboral y de opresión social y racial, hoy tiene más vigencia que nunca, no solo por el aumento exponencial de la desigualdad, de las injusticias y de la pobreza, sino como único camino para la organización independiente de la clase obrera y de sus aliados en el camino de alcanzar la victoria hacia una sociedad más justa.
La división y peleas entre las distintas alas del poder económico y político, no pueden provocar la división y el enfrentamiento entre trabajadores, porque el enemigo es común: la clase dominante que defiende la permanencia del sistema económico de explotación capitalista, un sistema que de un día para otro puede terminar con décadas de progreso social y desarrollo humano. Porque también destruye la naturaleza y aumenta los peligros de la humanidad, incluyendo el de un holocausto nuclear, al utilizar los descubrimientos de la ciencia al servicio de la ganancia capitalista.
Florencia Sánchez
16 de noviembre de 2020
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