25/11/20

Pandemia y capitalismo Hoy más que nunca: Socialismo o barbarie (Parte II)

 


Nota: publicamos la segunda parte del artículo Pandemia y capitalismo. Hoy más que nunca: socialismo o barbarie.

Por: William Andrade

El sistema capitalista-imperialista mundial es el causante de esta pandemia… y de las otras que se avecinan

La pandemia es un fenómeno natural-social, como hecho natural está gobernado por determinaciones que escapan a la causalidad social. En efecto, la humanidad ha convivido desde siempre con todo tipo de virus procedentes de animales y de plantas, muchos de los cuales incluso son benignos y parte constitutiva de nuestro sistema inmunológico, e incluso nosotros también se los transmitimos a ellos. De allí que una parte fundamental de la actual crisis tiene que ver con las peculiaridades de este virus específico y con el hecho de que es nuevo y desconocido para la ciencia. Pero como fenómeno social, la pandemia no es algo natural ni mucho menos inevitable. Todo lo contrario; la emergencia de esta pandemia tiene todo que ver con las condiciones desastrosas y bárbaras que el sistema capitalista-imperialista impone al intercambio metabólico entre la especie humana y el planeta.

Ya desde finales del siglo XIX, a partir del seguimiento minucioso de la historia de la agricultura en Europa y en Estados Unidos, así como del estudio de los avances de las ciencias de la época, en especial en lo relacionado con la química agrícola –abanderada por grandes precursores como Liebig–, Marx y Engels constataron que los avances científicos y técnicos que la burguesía implementaba en este campo sólo contribuían –en última instancia– a la destrucción creciente de la naturaleza. También concluyeron que la separación entre ciudad y campo ahondaba día a día este problema creando condiciones de insalubridad en las grandes ciudades y despoblando y privando de sus nutrientes al campo. Por esta vía es que Marx llega a formular su lapidaria tesis acerca de que el capitalismo había producido ya una fractura en el intercambio metabólico entre nuestra especie y la tierra, que se produce a través del mediador dialéctico que es el trabajo humano. En el tomo III de El Capital Marx señala:

La moral del cuento… es que el sistema capitalista va en dirección opuesta a la agricultura racional, o que la agricultura racional es incompatible con el sistema capitalista (aun cuando este último promueva el desarrollo técnico de la agricultura) y necesita, bien pequeños agricultores que trabajen para sí mismos, o el control por parte de los productores asociados. (Citado por Bellamy Foster, 2004, p. 255.)

Pero incluso, ya desde su juventud en los famosos Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844, la visión que construyó y que comparte con Engels sobre el tipo de vínculo entre nuestra especie y la naturaleza dista mucho de las maliciosas afirmaciones de los detractores del marxismo. Esa visión evolucionó con los años hasta configurar un punto de vista científico y crítico que sigue siendo una guía valiosa para orientarnos en el presente y para comprender las causas profundas de la actual crisis mundial:

Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir. Que la vida física y espiritual del hombre está ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza. (Marx, 1970, p. 111.)

Muchos reconocen estas posiciones de Marx, pero las atribuyen a una suerte de romanticismo de juventud. Se equivocan, estos no son más que los primeros atisbos filosóficos de su verdadera y madura concepción científica sobre la relación hombre-naturaleza y su mediador dialéctico, el trabajo, como se advierte en el tomo I de El Capital:

El trabajo es, antes que nada, un proceso que tiene lugar entre el hombre y la naturaleza, un proceso por el que el hombre, por medio de sus propias acciones, media, regula y controla el metabolismo que se produce entre él y la naturaleza (…) Pone en movimiento las fuerzas naturales que forman parte de su propio cuerpo, sus brazos, sus piernas, su cabeza y sus manos, con el fin de apropiarse de los materiales de la naturaleza de una forma adecuada a sus propias necesidades. A través de este movimiento actúa sobre la naturaleza exterior y la cambia, y de este modo cambia simultáneamente su propia naturaleza… [El proceso de trabajo] es la condición universal para la interacción metabólica [Stojfivechsel] entre el hombre y la naturaleza, la perenne condición de la existencia humana impuesta por la naturaleza. (Marx, El Capital, tomo I, p. 243 de la edición inglesa citada por Bellamy Foster). 

Pero hay más, para presentar una imagen clara de las verdaderas posiciones de Marx sobre estos problemas se pueden consignar muchos otros fragmentos de su obra. No es posible hacerlo en este trabajo; nos limitaremos a dos citas de dos tomos distintos de El Capital y una de Engels, que tienen la virtud de ser contundentes y hablar por sí mismas:

El latifundio reduce la población agraria a un mínimo siempre decreciente y la sitúa frente a una creciente población industrial hacinada en grandes ciudades. De este modo da origen a unas condiciones que provocan una fractura irreparable en el proceso interdependiente del metabolismo social, metabolismo que prescriben las leyes naturales de la vida misma. El resultado de esto es un desperdicio de la vitalidad del suelo, que el comercio lleva mucho más allá de los límites de un solo país. (Liebig)… La industria a gran escala y la agricultura a gran escala explotada industrialmente tienen el mismo efecto. Si originalmente pueden distinguirse por el hecho de que la primera deposita desechos y arruina la fuerza de trabajo, y por tanto la fuerza natural del hombre, mientras que la segunda hace lo mismo con la fuerza natural del suelo, en el posterior curso del desarrollo se combinan, porque el sistema industrial aplicado a la agricultura también debilita a los trabajadores del campo, mientras que la industria y el comercio, por su parte, proporcionan a la agricultura los medios para agotar el suelo. (El Capital, Tomo III, citado por Bellamy Foster, p. 241.)

(…) Pero, al destruir las circunstancias que rodean al metabolismo… obliga a su sistemática restauración como ley reguladora de la producción social, en una forma adecuada al pleno desarrollo de la raza humana… Todo progreso en la agricultura capitalista es un progreso en el arte, no de robar al trabajador, sino de robar al suelo; todo progreso en el aumento de la fertilidad del suelo durante un cierto tiempo es un progreso hacia el arruinamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad… La producción capitalista, en consecuencia, solo desarrolla la técnica y el grado de combinación del proceso social de producción socavando simultáneamente las fuentes originales de toda riqueza: el suelo y el trabajador. (El Capital, tomo I, citado por Bellamy Foster, p. 241.)

La abolición de la antítesis existente entre la ciudad y el campo no es que meramente sea posible. Ha llegado a ser una necesidad directa de la propia producción industrial, del mismo modo que se ha convertido en una necesidad de la producción agrícola y, además, de la salud pública. Al actual envenenamiento del aire, del agua y de la tierra únicamente puede ponérsele fin mediante la fusión de la ciudad y el campo, y tan sólo esa fusión cambiará la situación de las masas que ahora languidecen. (Engels, Aportes al problema de la vivienda, citado por Bellamy Foster, pp. 269-270). 

Esta perspectiva, al mismo tiempo nos permite constatar cómo el capitalismo convierte sistemáticamente las más altas conquistas de la humanidad en su contrario, en desgracias y fuente constante de sufrimientos, en este caso referidas tanto a los avances en la química del suelo como a la gran conquista social y cultural que significa la ciudad. Esta crisis o este desequilibrio brutal entre ciudad y campo no ha hecho sino agudizarse con el correr del tiempo, al punto que ya no sólo tenemos grandes ciudades –Londres tenía unos 3 millones y medio de habitantes cuando Engels escribió su apasionada denuncia de las condiciones de vida de la clase obrera en esa ciudad en 1847–; hoy tenemos megalópolis de 10, 12 y hasta 30 millones de habitantes.

En lo que tiene que ver con la emergencia de la actual pandemia, geógrafos críticos y urbanistas como el mismo Mike Davis, biólogos evolutivos y ecólogos de las enfermedades coinciden en denunciar que son ciertas condiciones de la producción de alimentos en el capitalismo actual, así como la configuración de determinados circuitos económicos y sociales de esa producción los que explican lo que está pasando:

La destrucción de los bosques, tanto a manos de multinacionales como de agricultores de subsistencia desesperados, elimina la barrera entre las poblaciones humanas y virus silvestres aislados endémicos de las aves, los murciélagos y los mamíferos. Las granjas industriales y los gigantescos corrales de engorde actúan como inmensas incubadoras de nuevos virus, mientras que las condiciones sanitarias en los barrios marginales dan lugar a poblaciones que están al mismo tiempo densamente abarrotadas y debilitadas a nivel inmunitario. La incapacidad del capitalismo global para crear empleo en los llamados países “países en vías de desarrollo” se traduce en que mil millones o más de trabajadores de subsistencia (“el proletariado informal”) carecen de un nexo patronal con la atención médica o de los ingresos necesarios para adquirir tratamientos en el sector privado, una situación que los deja a merced del colapso de los sistemas de hospitales públicos, si es que existen. La protección biológica permanente contra nuevas plagas, por consiguiente, precisaría algo más que vacunas. Sería necesario suprimir estas “estructuras de emergencia sanitaria” a través de reformas revolucionarias en la agricultura y en la vida urbana que ningún gran país capitalista o con capitalismo de estado estaría dispuesto a adoptar bajo ningún concepto por voluntad propia. Un equipo de excelentes investigadores médicos, doctores de la sanidad pública y periodistas informados –Paul Farmer, Richard Horton, Laurie Garrett, Rob Wallace, entre muchos otros–, llevan años tratando de mostrarnos estas conexiones sistémicas. Como subrayó Wallace hace tiempo: “los impactos agroeconómicos del neoliberalismo global son incuestionables, pueden sentirse en todos los niveles de la organización biocultural, hasta la escala del virión y la molécula”. (Davis, 2020, pp. 24-25, los resaltados son nuestros.)

Cada vez tenemos más datos que muestran que las últimas y más peligrosas enfermedades proceden de virus portados por animales silvestres, pero al mismo tiempo, también es un hecho que los modos de producción de carne –principalmente de pollos y de cerdos– para las grandes cadenas de comidas rápidas se han convertido en una fuente permanente de nuevos virus,  y, peor aún, está demostrado que existe una creciente interacción entre ambos tipos de virus, lo que genera recombinaciones genéticas, mutaciones y surgimiento acelerado de nuevas cepas. Por si acaso hay alguna duda, tenemos: el VIH que se originó en monos; el Ébola, el Nipah y el SARS, que proceden de murciélagos; el H1NI, el MERS-CoV (Síndrome Respiratorio por Coronavirus de Oriente Medio); la gripe porcina; la gripe aviar; el zika, y un largo etcétera.

A estos factores se agregan otros, como el hecho de que está teniendo lugar un proceso acelerado de urbanización en vastas zonas del mundo, principalmente en Asia y en África. En el caso de África, un agravante es que la tremenda demanda de proteína animal que esto genera, gracias al atraso y la miseria, no es suplida por una ganadería desarrollada a mediana o gran escala, lo que está redundando en la caza indiscriminada de todo tipo de animales silvestres. En el caso de Asía, principalmente de China pero también Vietnam y Tailandia (y que también está presente en todos los otros continentes), avanza una creciente industria de pollos y cerdos caracterizada por tres factores que son un caldo de cultivo para nuevos virus: el hacinamiento masivo, que deprime la respuesta inmunológica; la abolición de la reproducción in situ, que destruye la diversidad genética clave para aminorar el impacto de los virus, y el sacrificio en extremo temprano de los animales, que incrementa el ingreso acelerado de nuevos ejemplares a la exposición de los virus emergentes.

Otro factor determinante tiene que ver con los cambios abruptos que generan los procesos de urbanización en zonas de frontera con zonas selváticas. Están surgiendo en pequeñas y medianas ciudades –repletas de barrios marginales con una pésima dotación sanitaria y casi inexistentes sistemas de salud pública– productoras de pollos o cerdos en espacios en los que hay interacciones fuertes con aves silvestres y con murciélagos portadores de todo tipo de virus. Para colmo de males, estás nuevas ciudades se encuentran muy conectadas con los grandes centros urbanos de sus países y del mundo, y en algunas de ellas es muy frecuente el transporte por grandes carreteras de animales vivos, de modo que cuando aparecen nuevos virus o estallan epidemias de virus ya conocidos, el contagio nacional y mundial –gracias a la globalización– se produce de manera extremadamente rápida. Y, cómo ya se ha insistido, no existe una correspondencia mínima entre este intercambio mundial y el despliegue de un sistema mundial de salud.

Existe todavía otro factor: hay prácticamente un acuerdo mundial en la reconstrucción de la forma en que se produjo el traspaso interespecie del coronavirus; se sabe al menos que debió pasar de los murciélagos a los pangolines y que estos son de consumo masivo en ciertos sectores de la población china. Podría pensarse que se trató de un pequeño caso aislado, pero sin embargo no es así, pues se sabe que el mercado de animales silvestres en ese y en otros países es un negocio en expansión:

La escala del consumo de carne de animales silvestres en el sur de China es realmente pasmosa. Según estudios oficiales, se trata de una industria de 76.000 millones de dólares en la que trabajan directa o indirectamente 14 millones de personas. (Davis, 2020, pp. 20-21.)

Este panorama se conjuga con todo lo expuesto antes sobre el retroceso histórico en materia de salud pública a escala mundial. En este marco es preciso alertar sobre la tendencia creciente a que emerjan cada vez más epidemias y hasta nuevas pandemias. El ecólogo de enfermedades Peter Daszak ha dicho que estamos encarando mal epidemias como el Covid-19, refiriéndose a que es un hecho que, por las acciones humanas, cada vez estamos más expuestos a nuevas enfermadades infecciosas, y que no podemos simplemente esperar a que aparezcan, sino que debemos prevenirlas, sobre todo porque:

Calculamos que probablemente hay 1,7 millones de virus desconocidos que podrían infectar a las personas en la vida silvestre. Conocemos solo un par de miles. Por lo tanto, debemos salir y encontrar esos virus, obtener la secuencia genética y comenzar a trabajar en las vacunas para todo el grupo, en lugar de solo una. 

En otras palabras el sistema capitalista-imperialista, en su decadencia avoca a la humanidad a la aparición de nuevas pandemias como la del Covid-19, no hay manera de evitar que esto ocurra si la humanidad no se libera de esa plaga, madre de todas las plagas, que es este mismo sistema.


Socialismo o barbarie

Lo que describimos aquí es toda esa miseria en un mundo de inigualable riqueza; toda esa precariedad de la atención en salud pública en una época en la que la ciencia avanzó como en ninguna otra; toda esa ineptitud de los estados para garantizar los servicios públicos mínimos; toda esa muerte y desolación, y esa “incapacidad” manifiesta de asegurar la vida y mejorarla. Todo esto no es otra cosa que el avance de la barbarie en nuestro mundo. El capitalismo no sólo no satisface las necesidades humanas básicas de la inmensa mayoría de la población, sino que incrementa el desempleo, la hambruna y la muerte, y como advertimos desde el inicio, avanza a pasos agigantados hacia la catástrofe generalizada poniendo en riesgo la vida misma de la especie en el planeta.

La única manera de parar la barbarie es hacer la revolución, por dura y costosa que esta tarea resulte en la actualidad. Un proceso tan brutal de destrucción no puede ser encarado con respuestas rutinarias, con las luchas reivindicativas de siempre, para defendernos o para sacar algo y seguir subsistiendo, que no funcionan cuando lo que está en juego es la vida misma.

No hay salida para este desastre en los marcos del capitalismo, toda la verborrea que promulga la existencia de un “capitalismo más humano”, todas esas mil y una formas del reformismo, tanto de derecha como de izquierda, naufragan en el río de muerte de esta pandemia. Sólo el socialismo, una sociedad basada en la asociación democrática de los productores –de los trabajadores– puede proporcionar una salida de fondo a estas calamidades. Incluso como ha podido verse en todos los rincones del mundo, ha sido la solidaridad incondicional de los de abajo, en los barrios, en las escuelas, en las fábricas, la que nos ha permitido sobrellevar la crisis en medio del desastre sanitario y económico provocado por el sistema, y agravado por los manejos torpes e incluso ruines de la crisis por parte de los gobiernos burgueses de todos los colores.

Pues el socialismo es el sistema que se basa en la propiedad colectiva de los medios de producción, en la destrucción de las clases sociales y en la planificación racional de la economía con base en la decisión democrática de los trabajadores, de modo que se produzca no para generar ganancias que beneficien a individuos particulares sino para satisfacer las necesidades de toda la sociedad. Sólo el socialismo podría satisfacer las necesidades básicas de la humanidad: salud, alimentación, vivienda, sanidad, educación, pues es un sistema que busca resolver la contradicción insalvable del capitalismo: que en él la producción de la riqueza es colectiva, pero la apropiación es privada.

Si bien el socialismo no ha llegado a instaurarse plenamente en la historia,  las experiencias más avanzadas, como la de la revolución rusa de 1917, nos proporcionan ejemplos contundentes al respecto: sociedades como la soviética, que llegó a liberar del hambre crónica, del analfabetismo y el atraso cultural a millones; alcanzando logros científicos y tecnológicos que hicieron que se convirtiera en una de las primeras potencias mundiales en apenas tres o cuatro décadas, después de ser el país más atrasado de Europa. Incluso Cuba, un país pequeñito, ha logrado avances en educación y en medicina que aún hoy –en medio del proceso de restauración capitalista– son ejemplo para toda la humanidad.

Por supuesto, no queremos esconder las terribles contradicciones que en el plano político han marcado la experiencia de estos países, a partir del triunfo del estalinismo en las URRSS, y que se impuso en el resto del mundo a través de la degeneración y posterior disolución de la Tercera Internacional y los partidos comunistas en todos los países. Pero, al contrario de lo que propagan los ideólogos del capitalismo –quienes han dado por muerto al socialismo– insistiendo en que se demostró su fracaso histórico, es preciso recordar que apenas en sus primeros intentos –los cuales fueron combatidos despiadadamente por la contrarrevolución mundial– y que no llevan más de un siglo, mientras el capitalismo se tardó por lo menos tres siglos en instaurarse, las revoluciones socialistas produjeron avances inigualables en favor de las masas obreras y populares, muchos de los cuales siguen iluminando el futuro de las nuevas generaciones, y que esos avances probaron al menos dos cosas indiscutibles: una, que la burguesía es un parásito absolutamente innecesario, que los trabajadores solos son capaces de poner en funcionamiento una sociedad superior sin su existencia; dos, que lo único que explica que en esos países –y en tan corto tiempo– se hayan producido saltos gigantescos en salud, en educación, en vivienda, en cultura, es que esas revoluciones expropiaron a los capitalistas y pusieron la riqueza social al servicio de toda la sociedad.

Para los capitalistas es imperioso ocultar esa posibilidad a las nuevas generaciones, convencerlas de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y de que todo se puede cambiar, que todo se podría eventualmente negociar, menos una sola cosa: su derecho sagrado a la propiedad privada de los medios de producción y de cambio, y a la concentración de la riqueza.

Pero volvamos al comienzo. Bastaría con expropiar todas las empresas privadas de salud, todas las industrias farmacéuticas, todas las farmacias, los hospitales y las clínicas privadas, en cada país y en todo el mundo y ponerlos en manos de los trabajadores y las comunidades de esos países, para darle un giro de 180º al problema de la salud que hoy enfrentamos. A eso apunta el socialismo y es por eso que llamamos a las nuevas generaciones de obreros, de mujeres luchadoras y jóvenes rebeldes, a luchar por recuperar esta perspectiva revolucionaria y organizarse para hacerlo, única manera de resolver los graves retos que hoy enfrentamos como humanidad, como restablecer el equilibrio en el intercambio material de nuestra especie con la tierra. Solo una sociedad como esa, no sometida a la irracionalidad de las ganancias de los capitalistas, puede hacerlo.


10/11/20

Pandemia y capitalismo. Hoy más que nunca: Socialismo o barbarie (Parte I)

 

Fosas comunes en cementerio de Villa Formosa - Sao Paulo (Brasil) 

Nota: publicaremos en nuestro blog el artículo Pandemia y capitalismo. Hoy más que nunca: socialismo o barbarie en dos entregas, compartimos con nuestros lectores la Parte I.

Por: William Andrade

Introducción

Nunca como ahora se vivió con tanta fuerza y a escala mundial la sensación de no futuro, la desesperación, el miedo, la destrucción, la miseria, como en una película postapocalíptica… aun así nos engañan a diario diciendo que el capitalismo viene a salvarnos, que ya vienen las vacunas. ¡Mentira! Huele todo a podrido.

Lo que vivimos se equipara en parte con la experiencia de las dos guerras mundiales o de la gran depresión de 1929. Como en esos oscuros días de la humanidad, los que concurrimos como bestias al matadero somos los millones de pobres de todo el mundo, la clase trabajadora de todos los países, los inmigrantes, los marginados, los sin techo, los latinos y los afroamericanos en Estados Unidos, los ancianos. Pero hoy todo se agrava, porque la verdad es que ni siquiera los poderosos saben cómo salir de esta trampa mortal en la que nos metieron y de la que nadie se hace cargo.

No hay lugar para ilusiones; si a diario vivimos haciendo luchas de resistencia para intentar mantener lo poco que queda de conquistas sociales o derechos, en medio del ataque despiadado de cada gobierno burgués de turno, hoy ni siquiera hay espacio para eso. El capitalismo nos está llevando, como en esos otros momentos extremos, a una situación límite, porque lo que nos arrebatan es la vida misma. El capitalismo lo destruye todo, como una bestia asesina, como un loco que prende fuego a su propia casa. Así llegamos a un punto en que para preservar lo que es absolutamente indispensable, la salud, la vida, nos vemos arrojados a la necesidad de hacer la revolución.

La crisis de la pandemia del Covid-19 empieza a evidenciar las grandes contradicciones del sistema capitalista-imperialista mundial, pero en un nivel tan agudo que pone objetivamente sobre el tapete la alternativa socialismo o barbarie. Tratando de esclarecer las verdaderas causas así como las soluciones a esta crisis, las mentes más esclarecidas del ámbito científico y médico mundial apuntan a soluciones de gran envergadura, las cuales no tienen viabilidad en el capitalismo imperialista. Ante el avance de múltiples formas de barbarie, los científicos, sin saberlo, están indagando por las posibilidades de un sistema social que rediseñe de raíz no sólo el vínculo entre los seres humanos sino también el vínculo de la especie humana con la tierra.

Sus respuestas contradicen toda esa cháchara acerca de que después de la pandemia vendrá un mundo mejor, y que el estado capitalista –ausente por décadas– vendrá a cuidar nuestras vidas. Contradicen esa campaña engañosa con la que quieren convencernos de que el capitalismo va a autorreformarse y a corregir sus fallas estructurales. Si algo evidencia esta doble calamidad sanitaria y económica, es la imposibilidad de una salida reformista. La descomposición del sistema y sus devastadoras consecuencias para las amplias masas del mundo reclaman con urgencia salidas revolucionarias.

El sistema capitalista es el responsable de los centenares de miles de muertos de la pandemia, de los millones de desempleados, de los millones que pasan hambre por la crisis económica que venía de antes y que la pandemia agravó; es el responsable de la amenaza creciente de destrucción de la vida en el planeta, que ya se cobra innumerables víctimas en todo el mundo por las sequías, los incendios y las inundaciones; es el responsable de las guerras y de las violencias racista y machista, que crecen como una plaga.

Si esto es así, la pregunta es qué hacer para poner fin a toda esta desgracia. En un sentido la respuesta es muy sencilla: hacer la revolución para destruir este sistema y edificar una sociedad nueva, sin explotadores ni explotados, socialista. Si no lo vemos así es por la tremenda campaña ideológica que los capitalistas y sus plumíferos en todo el mundo han desplegado en contra del marxismo revolucionario, con el propósito de sepultar para siempre esa perspectiva a las nuevas generaciones. Pero no son sólo ellos, la crisis de la pandemia ha lanzado a la palestra todo tipo de curanderos de la conciencia: desde los místicos que nos devuelven a los brazos de dios, pasando por los neoliberales supuestamente autocríticos, los defensores del capitalismo humanitario; todas las vertientes del reformismo: progresistas, sindicalistas rutinarios, parlamentaristas y electoreros, activistas radicales localistas, utopistas de nuevo tipo que quieren devolvernos al campo; hasta una variada gama de “socialistas” y “ecosocialistas”, quienes hablan de socialismo o de “nuevo socialismo” pero sin decirnos cómo llegaremos a él, sin plantear la necesidad de la revolución y sin reivindicar las revoluciones socialistas del siglo XX y sus conquistas.

Todos tienen en común, ya sea en forma consciente o vergonzosamente práctica o hasta inconsciente, su aceptación del sistema capitalista-imperialista como realidad última de la humanidad, así como su rechazo o negación de la necesidad y la posibilidad de la revolución. Unos por su firme convicción de clase, otros porque capitulan a la campaña ideológica y se adaptan a la conciencia atrasada de las masas o porque se acomodaron a las migajas que el sistema les lanza. Es por eso que la respuesta revolucionaria a la actual crisis demanda, en primera instancia, una intransigente lucha ideológica.

El sistema capitalista no puede autorreformarse ni resolver las graves contradicciones que él mismo ha creado por una sencilla razón: el capitalismo es irracional por definición, pues cada acción suya está determinada por la busca de ganancias rápidas, y además, en este siglo largo de capitalismo imperialista es brutalmente parasitario. Es por eso que no puede resolver el problema de la destrucción de la naturaleza, del calentamiento global, del predominio de las energías fósiles sobre las llamadas energías limpias, o algo tan lógico como acabar con el despilfarro de energía y la creciente contaminación que representa la sobreabundancia de los automóviles en lugar de imponer en todas las ciudades del mundo el uso de servicios de transporte masivo. Pues cada solución racional, cada respuesta científica orientada a la satisfacción de las necesidades humanas y al cuidado de la naturaleza, se estrellan con la barrera infranqueable de los intereses de algún monopolio capitalista y su afán insaciable de lucro. Como dijo Engels:

Los capitalistas (…) sólo pueden preocuparse de una cosa: de la utilidad más directa que sus actos le reporten. Más aún, incluso esta utilidad –cuando se trata de la que rinde el artículo producido o cambiado– queda completamente relegada a segundo plano, pues el único incentivo es la ganancia que de su venta pueda obtenerse (…) Allí donde la producción y el cambio corren a cargo de capitalistas individuales que no persiguen más fin que la ganancia inmediata, es natural que sólo se tomen en consideración los resultados inmediatos. (Engels, F., “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre”, en: Obras escogidas, Moscú, Progreso, 1974, p. 78.)

En este artículo nos proponemos denunciar algunas de las más importantes contradicciones del sistema capitalista imperialista, a partir de lo expuesto por los científicos sobre las causas y consecuencias de la actual pandemia, mostrando que por su naturaleza plantean la necesidad objetiva del socialismo.  En artículos posteriores trataremos algunos otros problemas relacionados con la crisis ecológica –insolubles en los marcos del capitalismo imperialista–; por el momento nos centraremos en el caso de la pandemia, el ejemplo más contundente del desastre al que nos arroja este sistema y de la necesidad de superarlo. La primera cita trata de dar respuesta al problema universal de la gripe aviar –reconocida como la más seria amenaza de pandemia hasta antes de la emergencia del coronavirus– y su dramática contradicción con el dominio mundial de la gran industria farmacéutica:

Como en el caso del VIH/sida y de las enfermedades diarreicas infantiles fácilmente evitables, la gripe pone a prueba la solidaridad humana. El acceso a las medicinas básicas, entre las que se incluyen vacunas, antibióticos y antivirales, debería considerarse un derecho humano universalmente asequible y libre de costo (…) La supervivencia de los pobres debe tener siempre prioridad sobre los beneficios de la Bigpharma. Del mismo modo, la creación de una infraestructura de salud pública verdaderamente global se ha convertido en una necesidad urgente, en un asunto de vida o muerte para todas las naciones, ricas o pobres. (Davis, 2020, p. 175, los resaltados son nuestros.)

La segunda cita señala las causas económicas y sociales de la emergencia de las múltiples variedades de gripe que amenazan a la humanidad y de las condiciones que hacen posible el creciente contagio de especies animales a humanos:

(…) los dos cambios globales que más han operado a favor de la evolución acelerada interespecífica de nuevos subtipos de gripe y de la transmisión global de los mismos han sido la Revolución Ganadera de los años ochenta y noventa –parte de una conquista más general de la agricultura mundial a manos del agrocapitalismo a gran escala– y una revolución industrial en la China meridional –el crisol histórico de las gripes humanas–, que han aumentado de forma exponencial el intercambio comercial y humano de la región con el resto del mundo. La aparición de “superciudades” en el tercer mundo, con sus barrios marginales (…) un medio humano apto para la propagación de posibles pandemias y para la evolución vírica. Pero hay todavía un cuarto elemento negativo que cierra el ominoso círculo de la ecología de la gripe: la ausencia de un sistema internacional de salud pública que se ajuste a la escala y al impacto de la globalización económica, una necesidad urgente, un asunto de vida o muerte para todas las naciones, ricas o pobres. (Davis, 2020, p. 163, los resaltados son nuestros.)

Hacer realidad la exigencia de proveer como un derecho humano vacunas, antibióticos y antivirales sin costo, y la de instaurar un sistema mundial público de salud, requeriría al menos dos conquistas previas: que en cada país la salud dejara de ser un negocio privado y que se pusiera fin a la explotación y la opresión de unos países por otros. Conseguir lo primero implicaría derrotar a algunos de los monopolios capitalistas más poderos del mundo, que dominan tanto el negocio de los servicios de salud como el de la producción y distribución de medicinas; conseguir lo segundo implicaría acabar con el imperialismo. Esto no quiere decir que no tengan razón o que sean utópicas estas exigencias; lo que evidencian es el tremendo obstáculo que el sistema capitalista mundial impone al desarrollo de la humanidad.

En última instancia, las exigencias de proveer vacunas, antibióticos y antivirales a todos sin costo alguno y el reclamo de un sistema mundial público de salud, ponen al rojo vivo la necesidad de la socialización y la planificación de todos los recursos, de todos los bienes, conocimientos y servicios implicados en el cuidado de la salud humana. La lucha por conquistar esto significaría un avance en la instauración del socialismo en todo el mundo.

La pandemia del Covid-19 demanda más que nunca solidaridad, la conciencia de que pertenecemos todos a la misma especie y habitamos el mismo planeta (lo que Marx denomina “ser genérico”), y que tenemos que actuar en función de los intereses de toda la humanidad. Pero ya sabemos cómo piensan los capitalistas: no sólo no piensan en la especie humana, sino que incluso prefieren que se mueran todo el pobrerío, que se mueran todos esos viejos y así nos ahorramos lo de las pensiones; que se mueran todos esos sucios inmigrantes que vienen afear nuestros países, que se mueran todos esos marginales que sólo representan gastos sociales y que queden vivos los más fuertes y no dejen de producir ganancias para nuestras empresas. Cada día que pasa se ven las consecuencias de que vivamos bajo la dictadura de estos altruistas caballeros, en cada país y en el mundo, de que los estados nacionales respondan a los mandatos de los capitalistas de cada país y de que las llamadas organizaciones internacionales, como la ONU, la FAO, el Banco Mundial o la OMS, obedezcan a los mandatos y cuiden los intereses de los estados más poderosos y de sus monopolios, como en el caso de la OMS, que cuida los intereses de los grandes monopolios farmacéuticos. Es por eso que la solidaridad mundial es una ilusión en este sistema.

Pero todavía falta una gran contradicción, aún más englobante, lo que explica en última instancia la creciente degradación de la naturaleza, y que está en la raíz de la actual tragedia, así como del calentamiento global que pone en serio peligro el equilibrio de la vida en todo el planeta. Es lo que Marx denominó la “fractura en el intercambio metabólico de nuestra especie con la tierra”, que el revolucionario alemán precozmente caracterizó como insoluble en los marcos del capitalismo. Para Marx, sólo una sociedad superior, el socialismo, podría resolver estas agudas contradicciones y reestablecer el equilibro en el intercambio humano con el planeta.

Efectos del cambio climático en África      


Crónica de una muerte anunciada

A comienzos del siglo XXI, tanto la comunidad de especialistas como la OMS y los gobiernos estaban convencidos de que se venía una pandemia. Esto obedecía al avance imparable de una epidemia de gripe aviar que azotó a todo el Sudeste asiático y que se manifestó también en algunos lugares de Estados Unidos y de Europa, y porque empezaron a emerger casos de contagio letal en humanos, que trataron de ser ocultados por los gobiernos y por los grandes monopolios de la producción de pollos.

A finales del otoño de 2004, la preocupación no había disminuido. Cuando la revista Newsweek preguntó a un destacado microbiólogo sobre la posibilidad de una pandemia, el científico respondió: “Creo que lo que no acabamos de comprender es por qué no ha ocurrido todavía”. Es más, por lo general todos los investigadores coincidían en que una pandemia de H5 no sólo era inminente, sino que “venía con retraso”. (Davis, 2020, p. 136.)

Se encomendó a la OMS prender las alarmas, pero los científicos percibían que esta era complaciente con los gobiernos de países poderosos como Estados Unidos y China. En ese momento tuvo lugar un encarnizado debate acerca de los millones de muertos que causaría. Las predicciones más tímidas calculaban entre 2 y 7,4 millones de muertos; la mayoría calculaba entre 50 y 150 millones, y hubo quienes creyeron que podría llegar hasta 325 o hasta 1.000 millones de muertos (Davis, 2020). Con semejantes expectativas sobrevino una gran preocupación acerca de las condiciones de la salud pública en todo el mundo.

Un cúmulo de contradicciones estructurales llevaron a la convicción de que si llegaba la pandemia el país más poderoso del mundo no contaba con condiciones para enfrentarla. La industria de las vacunas no ha cambiado en 100 años, no ha producido ningún desarrollo tecnológico importante, de hecho, la Bigpharma (los monopolios farmacéuticos imperialistas) ha bloqueado los intentos de pequeñas empresas de alta biotecnología que han intentado producir vacunas basadas en la ingeniería genética.

Se estableció que sólo 2 empresas seguían produciendo vacunas en 2004 en Estados Unidos, mientras que en 1976 había 37 compañías, y las que quedaban tenían problemas constantes de calidad y de incumplimiento de los compromisos con el gobierno, y una de ellas era de capital francés (p. 152). Es una historia de desastres, de desabastecimiento, de fallas en el control de la calidad, de incapacidad de responder a las nuevas y más virulentas cepas de la gripe común, y también de corrupción, pues con todo eso el gobierno mantuvo los contratos con las compañías incapaces e ineficientes.

La pandemia del coronavirus llegó y se abrió paso por el mundo como si fuera una maldición, pero en realidad no fue para nada algo inesperado, y la única maldición que representa es la de vivir en un sistema económico y social decrépito y en descomposición. Los científicos y las asociaciones y publicaciones científicas y médicas ya habían alertado de esa posibilidad; la OMS y los gobiernos de todo el mundo estaban sobre aviso. No es cierto entonces que “nadie podía saberlo”. como dijo Trump; se trata en realidad, como en la novela de García Márquez, de la crónica de una muerte anunciada.

El Informe Anual sobre Preparación Mundial ante Emergencias Sanitarias de septiembre de 2019, alertó claramente sobre el peligro inminente de una pandemia:

(…) nos enfrentamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y liquidar casi el 5% de la economía mundial. Una pandemia mundial de esa escala sería una catástrofe y desencadenaría caos, inestabilidad e inseguridad generalizadas”. 

En todas las estrategias de seguridad nacional de casi todos los Estados imperialistas aparecen las pandemias como un riesgo sistémico. Más aún, desde hace tres años se publica anualmente el Global Risks Report (Informe sobre Riesgos Globales), un estudio editado por el Foro Económico Mundial antes de cada encuentro anual del Foro en Davos. Dicho informe se basa en las investigaciones de la Red Global de Riesgos, cada informe describe con detalle los cambios que van emergiendo en relación con en el panorama global de riesgos y en cada uno de ellos aparece en el apartado de “riesgos sociales” un ítem referido a las posibles pandemias. Se trata, insistimos, de una pandemia anunciada.

Como advierte Rob Wallace a propósito de Estados Unidos, no basta con reconocer estos fallos y negligencias, es preciso ir más allá para encontrar las causas de orden sistémico, que tienen toda la apariencia de “fallos programados”:

La falta de preparación y de respuesta al brote no empezó en diciembre, cuando los países de todo el mundo no respondieron a la Covid-19 cuando esta salió de Wuhan. En Estados Unidos, por ejemplo, no comenzó cuando Donald Trump desmanteló el equipo de preparación para pandemias de su consejo de seguridad nacional o dejó sin dotar 700 puestos de trabajo en el CDC. Tampoco comenzó cuando las autoridades federales no actuaron después de conocer los resultados de una simulación de pandemia en 2017 que mostraba que el país no estaba preparado. Ni cuando, como señala un titular de Reuters, Estados Unidos “eliminó el trabajo de expertos del CDC en China meses antes de la aparición del virus” (…) Tampoco comenzó con la desafortunada decisión de no usar los kits de prueba disponibles y provistos por la Organización Mundial de la Salud (OMS). En conjunto, los retrasos de la información temprana y la falta total de pruebas serán indudablemente responsables de muchas, probablemente miles, de vidas perdidas.

En realidad, estos fallos venían programados desde hace décadas, cuando se descuidaron y mercantilizaron simultáneamente los bienes comunes de la sanidad pública.  (Los resaltados son nuestros.)

La gripe aviar que azotó a todo el Sudeste asiático  a comienzos del siglo XXI     

La prehistoria de la humanidad

El problema es que, como dijo Marx, seguimos en la prehistoria de la humanidad. Él lo decía con toda la malicia del caso. Aun cuando la burguesía se jactaba de sus tremendos logros incomparables con los de todas las sociedades anteriores en todos los terrenos, estábamos en la prehistoria de la humanidad, justamente porque, con todo eso, la inmensa mayoría de la humanidad vivía esclava de la lucha por la subsistencia. Seguimos entonces, con mayor razón hoy, en la prehistoria de la humanidad, porque cuando los avances en el conocimiento y en el dominio efectivo de la naturaleza, y cuando la capacidad para generar riqueza y bienestar permitiría cubrir las necesidades de todos los habitantes del planeta, aún hoy la inmensa mayoría de la humanidad sigue esclava de la lucha por la subsistencia; pero no sólo eso, un porcentaje muy grande de ella sigue signada por el hambre y la insalubridad.

Y todo esto ocurre no por culpa de la incapacidad humana, de las limitaciones de su saber o de su desarrollo tecnológico, sino por la existencia de las clases sociales y la explotación, por el hecho de que la inmensa mayoría es esclava de una minoría que se apropia de la riqueza que esta mayoría produce y la concentra de manera espantosa, privando a millones de la satisfacción de sus necesidades básicas, así como por la existencia de unos cuantos países que oprimen y explotan al resto de la humanidad.

Pero ¿qué tiene que ver esto con el problema de la pandemia? Respondemos: todo. No sólo por el hecho quizá más comentado por los escritores y periodistas críticos de todas las corrientes ideológicas, e incluso por algunos importantes pensadores neoliberales: porque en los últimos 30 años prácticamente todos los estados capitalistas del mundo se dedicaron a destruir los sistemas públicos de salud, para convertir a la salud en el más gigantesco e infame negocio capitalista. Gracias a eso, cuando el coronavirus atacó, no hubo manera de dar una respuesta efectiva, acorde con las capacidades científicas y tecnológicas históricas, llevando así a la desgracia a cientos de miles aún en países que se precian de ser del primer mundo, como Italia, España o Gran Bretaña y el mismísimo Estados Unidos.

La viabilidad de un sistema económico-social se mide por su capacidad para desarrollar las fuerzas productivas –y recuérdese que las fuerzas productivas fundamentales son el hombre y la naturaleza–;  pero el capitalismo desde hace más de un siglo no hace sino frenar este desarrollo y no sólo eso: desarrollar las fuerzas productivas solo tiene sentido en cuanto esto ayuda a preservar la vida y hacerla cada vez mejor, pero el sistema mundial capitalista-imperialista está destruyendo masiva y aceleradamente las condiciones de vida en el planeta, poniendo en riesgo la vida misma de la especie.

Que frena el desarrollo de las fuerzas productivas significa que ya no genera avance y bienestar para toda la sociedad, aun cuando sí produzca avances particulares en tal o cual aspecto tecnológico, incluso cuando estos son de interés para toda la humanidad, como ocurre con las vacunas y los medicamentos, pues tanto la propiedad privada –de los conocimientos y los productos generados por avances científicos y técnicos–, y por ello la concentración de estos en unos cuantos monopolios que se benefician con su producción y comercialización, así como la existencia de fronteras nacionales que hacen que estos avances, que son patrimonio y destino natural de la humanidad, estén marcados por la propiedad nacional de cada monopolio y su estado nacional, lo que impide que tanto su producción como su distribución beneficie al conjunto de la humanidad sin distingo de nación o de raza. 

La otra cara de este mismo problema es la proliferación de las fuerzas destructivas, lo que lleva a que haya una desigualdad monstruosa entre la capacidad y el nivel de desarrollo de la producción de armas de destrucción masiva y el desarrollo en la producción de medicamentos y vacunas para las enfermedades que afectan a las amplias masas. Más aun; se equivocan quienes creen que el peligro del holocausto nuclear quedó en el pasado con la caída de la Unión Soviética; está más presente que nunca en este mundo en que la irracional voracidad capitalista se ha impuesto en todo el planeta.

Esto que decimos se mide, en primer lugar, por el terrible retraso en la producción mundial de vacunas y antibióticos para combatir las viejas enfermedades infecciosas conocidas, como en el retraso aún peor en la generación de nuevas vacunas y antibióticos para combatir las mutaciones de los virus y bacterias que producen estas enfermedades y para hacer frente a las nuevas. Todo lo cual representa de por sí una calamidad espantosa a la que se suma el hecho de que, por las condiciones ecosistémicas producidas por el capitalismo a escala mundial, estamos en una época en la que surgen cada vez más nuevas y peligrosas enfermedades producidas por virus y bacterias procedentes de los animales, entre otras razones porque la cría industrial de aves de corral para las empresas de comida rápida se ha convertido en una incubadora y distribuidora de nuevos tipos de gripe (Wallace, 2020). Mike Davis cita y comenta a varios científicos que denuncian cosas aún peores, como que a principios de 2018 hubo dos grandes anuncios, dos avances que habrían podido ser decisivos para enfrentar la crisis actual:

(…) los principales investigadores del Centro de Investigación de Vacunas de los Institutos Nacionales de Salud anunciaron una revolución en el diseño de vacunas basada en los últimos avances en las técnicas de secuenciación de nueva generación, en el reconocimiento rápido de anticuerpos monoclonares, en la aplicación de inteligencia artificial en el diseño biológico y en la ingeniería de proteínas a escala atómica (…) Mientras tanto, Halyard Health, una empresa que había sido contratada tres años antes por la administración Obama para actualizar la tecnología de fabricación de mascarillas N95, en otoño de 2018 había logrado construir un prototipo de máquina capaz de producir un millón y medio de mascarillas al día, diez veces más que el volumen máximo de la industria actual. Esto satisfaría el aumento de la demanda de mascarillas durante una pandemia, según había previsto y calculado correctamente el DHHS de Obama. (Davis, 2020, pp. 29-30.)

Pero la mayoría de los republicanos se negaron a invertir en esas investigaciones, y como tenían el sello de Obama, Trump se propuso destruirlas. Además, su verdadera prioridad estaba en acabar de destruir el Medicare, el sistema de salud instaurado por Obama. Gobiernos como el de Trump o el de Bolsonaro expresan la terrible decadencia del sistema, son el reflejo en la superestructura del avance de la barbarie en la sociedad. Sus ideologías conservadoras y retardatarias, ese derroche de estupidez y de cinismo y, sobre todo, esa propagación de ideologías casi medievales, como decir que se trataba de una gripita, desestimar el peligro de la pandemia, alentar a los sectores más atrasados de la sociedad que se niegan a usar tapabocas –ya sea en nombre de la libertad o en nombre de dios– o sugerir que el consumo de detergente puede combatir el virus… todas son propias de esa descomposición denunciada por Trotsky a propósito del avance del fascismo en los años 30:

En la actualidad, no sólo en los hogares campesinos, sino también en los rascacielos urbanos, viven conjuntamente los siglos veinte y diez o trece. Cien millones de personas utilizan la electricidad y todavía creen en el poder mágico de gestos y exorcismos. El papa de Roma siembra por la radio la milagrosa transformación del agua en vino. Los astros del cine van a los mediums. Los aviadores que pilotan milagrosos mecanismos creados por el genio del hombre utilizan amuletos en sus ropas. ¡Qué reservas inagotables de oscurantismo, ignorancia y barbarie! La desesperación los ha puesto en pie, el fascismo les ha dado una bandera. Todo lo que debía de haberse eliminado del organismo nacional en forma de excremento cultural en el curso del desarrollo normal de la sociedad lo arroja por la boca, ahora la sociedad capitalista vomita la barbarie no digerida. Tal es la fisiología del nacionalsocialismo. (Trotsky, León, “¿Qué es el nacionalsocialismo?”; en La lucha contra el fascismo en Alemania, Buenos Aires, CEIP, 2013, p. 356.)

También en el terreno ideológico se evidencia la prehistoria de la humanidad, pues crecen las tendencias más retrógradas de la sociedad alentadas por los protofascistas oportunistas: el desprecio por la ciencia, la condena del aborto, la proscripción de la “ideología” de género, la exigencia de que sea la familia la que se encargue de la educación de los niños –como en varios estados en Estados Unidos–, la negación de la teoría evolucionista de Darwin y hasta, quien lo creyera, el auge de movimientos antivacunas.

Para Marx, salir de la prehistoria de la humanidad implica destruir la sociedad capitalista y crear una sociedad nueva, radicalmente opuesta a ella. Si hay algo que deja al desnudo la actual crisis mundial sanitaria y económica, es la terrible decadencia del capitalismo, la evidencia de que seguimos atrapados en la paradoja de vivir en la sociedad que más desarrolló la ciencia y la técnica, pero que nos obliga a persistir en la precariedad y el oscurantismo.

Pobreza en Alabama (Estados Unidos)     

Dos humanidades

Mike Davis, analizando la desigualdad en el impacto de la enfermedad producida por el coronavirus, sostiene que desde el punto de vista inmunológico existen dos humanidades. Lo dice para marcar las diferencias que las abismales desigualdades sociales entre países dejan en los cuerpos de los más pobres,

Hasta la fecha, la letalidad de las infecciones por coronavirus en Asia oriental, Europa y Norteamérica entre las personas sanas, bien alimentadas y menores de cincuenta años solo ha sido ligeramente superior a la de la gripe. Pero desde el punto de vista inmunológico existen dos humanidades distintas. En la primera, solo los ancianos y los enfermos crónicos han sido conducidos a los peldaños superiores de la pirámide para ser sacrificados ante la Covid-19. En la otra, donde la desnutrición, las enfermedades y el agua contaminada ponen en riesgo el sistema inmunitario de personas de todas las edades, y donde las afecciones respiratorias son legión, es probable que la masacre se extienda más y que se muestre indiferente a la demografía. La pobreza, la densidad y el hambre, en otras palabras, presumiblemente remodelarán la pandemia. (Davis, 2020, p. 40, los resaltados son nuestros.)

Tiene toda la razón, pero es preciso añadir que esa división social tan radical, que pareciera una diferencia de naturaleza, se padece también crudamente en el interior de los propios países imperialistas como Estados Unidos, en donde la gran mayoría de los negros y los latinos están corriendo con la peor parte en esta pandemia. Afroamericanos y latinos realizan los trabajos más difíciles y los de mayor exposición al contagio, viven en su mayoría en condiciones de hacinamiento en pequeños apartamentos, padecen en mayor número de enfermedades preexistentes y muchos ni siquiera tienen acceso al sistema de salud, que es privado y carísimo, y en el caso de muchos inmigrantes, incluso si pudieran acceder a algún servicio de salud, prefieren no hacerlo por temor a ser deportados. Como declaró a Deutsche Welle el doctor Ashwin Vasan –profesor de Medicina en la Universidad de Columbia y médico en el Hospital Presbiteriano de Nueva York–: “El virus está exacerbando estas desigualdades que han existido durante siglos (…) La tasa de mortalidad por el virus es dos veces mayor en los latinos y afroamericanos que en los estadounidenses blancos”. 

Otra faceta de la decadencia del sistema capitalista mundial la encontramos en la bancarrota de los organismos internacionales imperialistas estructurados en torno a la ONU, los cuales fueron creados al final de la Segunda Guerra Mundial para mitigar los desastres que el mismo sistema produce y así dar la apariencia de que el capitalismo se preocupa por la humanidad, como se advierte entre otros muchos casos en el bloqueo imperialista a la producción de medicamentos genéricos en los países atrasados:

Richard Horton, el editor de The Lancet, la principal revista médica británica, ofrece una visión no menos sombría de la salud pública mundial: “Desde hace tiempo, Unicef y la OMS han abandonado a los niños a morir en la pobreza. Por ejemplo, el gasto de Unicef en inmunización ascendió a 180 millones de dólares en 1990. En 1998, la cifra había caído hasta los cincuenta millones”. Cerca de once millones de niños de menos de cinco años mueren cada año, y “el 99 por ciento de esas muertes ocurre en lugares caracterizados por una pobreza extrema”. Horton acusa a la OMS (…) tanto de servilismo a las elites corporativas como de “censurar las críticas dirigidas a la industria farmacéutica”. Condena también la sórdida cruzada emprendida por la administración Bush en defensa de los monopolios de los gigantes farmacéuticos en la fabricación de medicamentos para el tratamiento de enfermedades crónicas: “Una vez más –escribía tras el veto estadounidense en 2002 a los esfuerzos del tercer mundo por conseguir medicamentos genéricos– se vedará el acceso a fármacos vitales para hacer frente a la aparición de emergencias sanitarias entre quienes viven en la pobreza con el único fin de proteger los beneficios. Y la OMS no tiene nada que decir al respecto”. (Davis, 2020, p.164.)

El autor habla de un círculo vicioso entre la enfermedad pandémica, la miseria y la política neoliberal. Nunca como antes la división del mundo entre países imperialistas y países atrasados –oprimidos por los imperialistas– ha sido tan patente como en esta división social-inmunológica que es prácticamente “eugenésica”, que se mueran los más débiles y sobrevivan los más fuertes para que así mejore la “raza”. Así se muestra también en la producción y distribución mundial monopólica de las vacunas.

(…) Solo doce compañías farmacéuticas fabrican vacunas antigripales, y el 95 por ciento de su producción –cerca de 260 millones de dosis– se consumen en las naciones más ricas del mundo. La producción actual está limitada por el abastecimiento de huevos fértiles, e incluso si se pasara al cultivo de células –como reclaman todos los expertos–, todavía habría que enfrentarse al problema de que “sorprendentemente”, hay pocas líneas de células cultivadas que estén convenientemente acreditadas y pocos bancos de células disponibles, y muchos de ellos son propiedad de compañías farmacéuticas. (Davis, 2020, p. 165.)

Ahora mismo estamos en medio de una guerra mundial de las vacunas por el Covid-19, en la que compiten principalmente las farmacéuticas británicas, estadounidenses, alemanas, chinas y rusas. El gobierno de Donald Trump, junto con los demás gobiernos imperialistas, hace lo imposible por desacreditar los proclamados triunfos de la vacuna rusa, al tiempo que el mismo Trump resta todo crédito a los avances científicos chinos, mientras exigía –en vano– que hubiese una vacuna disponible en Estados Unidos antes de las elecciones de noviembre, aun cuando la OMS decía que es imposible que haya alguna antes de 2021. La guerra consiste no sólo en quién produce primero la vacuna sino, sobre todo, en cuántos contratos internacionales logra para asegurar las innumerables ganancias que representa la venta de una mercancía que se cuenta por millones de dosis y que se pagan –como dicen popularmente– en rama, pues son los estados los encargados de comprarlas. La otra cara de esto es cuántos países no podrán comprar los millones de dosis necesarios para frenar el avance del virus o en cuánto tendrán que endeudarse para lograrlo, cuánto se embolsillarán los intermediarios privados en cada país y cómo se hará la distribución, donde muy seguramente habrá que pagar por una dosis a la que tendríamos que poder acceder sin pagar un peso.