Nunca como ahora se vivió con tanta fuerza y a escala mundial la sensación de no futuro, la desesperación, el miedo, la destrucción, la miseria, como en una película postapocalíptica… aun así nos engañan a diario diciendo que el capitalismo viene a salvarnos, que ya vienen las vacunas. ¡Mentira! Huele todo a podrido.
Lo que vivimos se equipara en parte con la experiencia de las dos guerras mundiales o de la gran depresión de 1929. Como en esos oscuros días de la humanidad, los que concurrimos como bestias al matadero somos los millones de pobres de todo el mundo, la clase trabajadora de todos los países, los inmigrantes, los marginados, los sin techo, los latinos y los afroamericanos en Estados Unidos, los ancianos. Pero hoy todo se agrava, porque la verdad es que ni siquiera los poderosos saben cómo salir de esta trampa mortal en la que nos metieron y de la que nadie se hace cargo.
No hay lugar para ilusiones; si a diario vivimos haciendo luchas de resistencia para intentar mantener lo poco que queda de conquistas sociales o derechos, en medio del ataque despiadado de cada gobierno burgués de turno, hoy ni siquiera hay espacio para eso. El capitalismo nos está llevando, como en esos otros momentos extremos, a una situación límite, porque lo que nos arrebatan es la vida misma. El capitalismo lo destruye todo, como una bestia asesina, como un loco que prende fuego a su propia casa. Así llegamos a un punto en que para preservar lo que es absolutamente indispensable, la salud, la vida, nos vemos arrojados a la necesidad de hacer la revolución.
La crisis de la pandemia del Covid-19 empieza a evidenciar las grandes contradicciones del sistema capitalista-imperialista mundial, pero en un nivel tan agudo que pone objetivamente sobre el tapete la alternativa socialismo o barbarie. Tratando de esclarecer las verdaderas causas así como las soluciones a esta crisis, las mentes más esclarecidas del ámbito científico y médico mundial apuntan a soluciones de gran envergadura, las cuales no tienen viabilidad en el capitalismo imperialista. Ante el avance de múltiples formas de barbarie, los científicos, sin saberlo, están indagando por las posibilidades de un sistema social que rediseñe de raíz no sólo el vínculo entre los seres humanos sino también el vínculo de la especie humana con la tierra.
Sus respuestas contradicen toda esa cháchara acerca de que después de la pandemia vendrá un mundo mejor, y que el estado capitalista –ausente por décadas– vendrá a cuidar nuestras vidas. Contradicen esa campaña engañosa con la que quieren convencernos de que el capitalismo va a autorreformarse y a corregir sus fallas estructurales. Si algo evidencia esta doble calamidad sanitaria y económica, es la imposibilidad de una salida reformista. La descomposición del sistema y sus devastadoras consecuencias para las amplias masas del mundo reclaman con urgencia salidas revolucionarias.
El sistema capitalista es el responsable de los centenares de miles de muertos de la pandemia, de los millones de desempleados, de los millones que pasan hambre por la crisis económica que venía de antes y que la pandemia agravó; es el responsable de la amenaza creciente de destrucción de la vida en el planeta, que ya se cobra innumerables víctimas en todo el mundo por las sequías, los incendios y las inundaciones; es el responsable de las guerras y de las violencias racista y machista, que crecen como una plaga.
Si esto es así, la pregunta es qué hacer para poner fin a toda esta desgracia. En un sentido la respuesta es muy sencilla: hacer la revolución para destruir este sistema y edificar una sociedad nueva, sin explotadores ni explotados, socialista. Si no lo vemos así es por la tremenda campaña ideológica que los capitalistas y sus plumíferos en todo el mundo han desplegado en contra del marxismo revolucionario, con el propósito de sepultar para siempre esa perspectiva a las nuevas generaciones. Pero no son sólo ellos, la crisis de la pandemia ha lanzado a la palestra todo tipo de curanderos de la conciencia: desde los místicos que nos devuelven a los brazos de dios, pasando por los neoliberales supuestamente autocríticos, los defensores del capitalismo humanitario; todas las vertientes del reformismo: progresistas, sindicalistas rutinarios, parlamentaristas y electoreros, activistas radicales localistas, utopistas de nuevo tipo que quieren devolvernos al campo; hasta una variada gama de “socialistas” y “ecosocialistas”, quienes hablan de socialismo o de “nuevo socialismo” pero sin decirnos cómo llegaremos a él, sin plantear la necesidad de la revolución y sin reivindicar las revoluciones socialistas del siglo XX y sus conquistas.
Todos tienen en común, ya sea en forma consciente o vergonzosamente práctica o hasta inconsciente, su aceptación del sistema capitalista-imperialista como realidad última de la humanidad, así como su rechazo o negación de la necesidad y la posibilidad de la revolución. Unos por su firme convicción de clase, otros porque capitulan a la campaña ideológica y se adaptan a la conciencia atrasada de las masas o porque se acomodaron a las migajas que el sistema les lanza. Es por eso que la respuesta revolucionaria a la actual crisis demanda, en primera instancia, una intransigente lucha ideológica.
El sistema capitalista no puede autorreformarse ni resolver las graves contradicciones que él mismo ha creado por una sencilla razón: el capitalismo es irracional por definición, pues cada acción suya está determinada por la busca de ganancias rápidas, y además, en este siglo largo de capitalismo imperialista es brutalmente parasitario. Es por eso que no puede resolver el problema de la destrucción de la naturaleza, del calentamiento global, del predominio de las energías fósiles sobre las llamadas energías limpias, o algo tan lógico como acabar con el despilfarro de energía y la creciente contaminación que representa la sobreabundancia de los automóviles en lugar de imponer en todas las ciudades del mundo el uso de servicios de transporte masivo. Pues cada solución racional, cada respuesta científica orientada a la satisfacción de las necesidades humanas y al cuidado de la naturaleza, se estrellan con la barrera infranqueable de los intereses de algún monopolio capitalista y su afán insaciable de lucro. Como dijo Engels:
Los capitalistas (…) sólo pueden preocuparse de una cosa: de la utilidad más directa que sus actos le reporten. Más aún, incluso esta utilidad –cuando se trata de la que rinde el artículo producido o cambiado– queda completamente relegada a segundo plano, pues el único incentivo es la ganancia que de su venta pueda obtenerse (…) Allí donde la producción y el cambio corren a cargo de capitalistas individuales que no persiguen más fin que la ganancia inmediata, es natural que sólo se tomen en consideración los resultados inmediatos. (Engels, F., “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre”, en: Obras escogidas, Moscú, Progreso, 1974, p. 78.)
En este artículo nos proponemos denunciar algunas de las más importantes contradicciones del sistema capitalista imperialista, a partir de lo expuesto por los científicos sobre las causas y consecuencias de la actual pandemia, mostrando que por su naturaleza plantean la necesidad objetiva del socialismo. En artículos posteriores trataremos algunos otros problemas relacionados con la crisis ecológica –insolubles en los marcos del capitalismo imperialista–; por el momento nos centraremos en el caso de la pandemia, el ejemplo más contundente del desastre al que nos arroja este sistema y de la necesidad de superarlo. La primera cita trata de dar respuesta al problema universal de la gripe aviar –reconocida como la más seria amenaza de pandemia hasta antes de la emergencia del coronavirus– y su dramática contradicción con el dominio mundial de la gran industria farmacéutica:
Como en el caso del VIH/sida y de las enfermedades diarreicas infantiles fácilmente evitables, la gripe pone a prueba la solidaridad humana. El acceso a las medicinas básicas, entre las que se incluyen vacunas, antibióticos y antivirales, debería considerarse un derecho humano universalmente asequible y libre de costo (…) La supervivencia de los pobres debe tener siempre prioridad sobre los beneficios de la Bigpharma. Del mismo modo, la creación de una infraestructura de salud pública verdaderamente global se ha convertido en una necesidad urgente, en un asunto de vida o muerte para todas las naciones, ricas o pobres. (Davis, 2020, p. 175, los resaltados son nuestros.)
La segunda cita señala las causas económicas y sociales de la emergencia de las múltiples variedades de gripe que amenazan a la humanidad y de las condiciones que hacen posible el creciente contagio de especies animales a humanos:
(…) los dos cambios globales que más han operado a favor de la evolución acelerada interespecífica de nuevos subtipos de gripe y de la transmisión global de los mismos han sido la Revolución Ganadera de los años ochenta y noventa –parte de una conquista más general de la agricultura mundial a manos del agrocapitalismo a gran escala– y una revolución industrial en la China meridional –el crisol histórico de las gripes humanas–, que han aumentado de forma exponencial el intercambio comercial y humano de la región con el resto del mundo. La aparición de “superciudades” en el tercer mundo, con sus barrios marginales (…) un medio humano apto para la propagación de posibles pandemias y para la evolución vírica. Pero hay todavía un cuarto elemento negativo que cierra el ominoso círculo de la ecología de la gripe: la ausencia de un sistema internacional de salud pública que se ajuste a la escala y al impacto de la globalización económica, una necesidad urgente, un asunto de vida o muerte para todas las naciones, ricas o pobres. (Davis, 2020, p. 163, los resaltados son nuestros.)
Hacer realidad la exigencia de proveer como un derecho humano vacunas, antibióticos y antivirales sin costo, y la de instaurar un sistema mundial público de salud, requeriría al menos dos conquistas previas: que en cada país la salud dejara de ser un negocio privado y que se pusiera fin a la explotación y la opresión de unos países por otros. Conseguir lo primero implicaría derrotar a algunos de los monopolios capitalistas más poderos del mundo, que dominan tanto el negocio de los servicios de salud como el de la producción y distribución de medicinas; conseguir lo segundo implicaría acabar con el imperialismo. Esto no quiere decir que no tengan razón o que sean utópicas estas exigencias; lo que evidencian es el tremendo obstáculo que el sistema capitalista mundial impone al desarrollo de la humanidad.
En última instancia, las exigencias de proveer vacunas, antibióticos y antivirales a todos sin costo alguno y el reclamo de un sistema mundial público de salud, ponen al rojo vivo la necesidad de la socialización y la planificación de todos los recursos, de todos los bienes, conocimientos y servicios implicados en el cuidado de la salud humana. La lucha por conquistar esto significaría un avance en la instauración del socialismo en todo el mundo.
La pandemia del Covid-19 demanda más que nunca solidaridad, la conciencia de que pertenecemos todos a la misma especie y habitamos el mismo planeta (lo que Marx denomina “ser genérico”), y que tenemos que actuar en función de los intereses de toda la humanidad. Pero ya sabemos cómo piensan los capitalistas: no sólo no piensan en la especie humana, sino que incluso prefieren que se mueran todo el pobrerío, que se mueran todos esos viejos y así nos ahorramos lo de las pensiones; que se mueran todos esos sucios inmigrantes que vienen afear nuestros países, que se mueran todos esos marginales que sólo representan gastos sociales y que queden vivos los más fuertes y no dejen de producir ganancias para nuestras empresas. Cada día que pasa se ven las consecuencias de que vivamos bajo la dictadura de estos altruistas caballeros, en cada país y en el mundo, de que los estados nacionales respondan a los mandatos de los capitalistas de cada país y de que las llamadas organizaciones internacionales, como la ONU, la FAO, el Banco Mundial o la OMS, obedezcan a los mandatos y cuiden los intereses de los estados más poderosos y de sus monopolios, como en el caso de la OMS, que cuida los intereses de los grandes monopolios farmacéuticos. Es por eso que la solidaridad mundial es una ilusión en este sistema.
A comienzos del siglo XXI, tanto la comunidad de especialistas como la OMS y los gobiernos estaban convencidos de que se venía una pandemia. Esto obedecía al avance imparable de una epidemia de gripe aviar que azotó a todo el Sudeste asiático y que se manifestó también en algunos lugares de Estados Unidos y de Europa, y porque empezaron a emerger casos de contagio letal en humanos, que trataron de ser ocultados por los gobiernos y por los grandes monopolios de la producción de pollos.
A finales del otoño de 2004, la preocupación no había disminuido. Cuando la revista Newsweek preguntó a un destacado microbiólogo sobre la posibilidad de una pandemia, el científico respondió: “Creo que lo que no acabamos de comprender es por qué no ha ocurrido todavía”. Es más, por lo general todos los investigadores coincidían en que una pandemia de H5 no sólo era inminente, sino que “venía con retraso”. (Davis, 2020, p. 136.)
Se encomendó a la OMS prender las alarmas, pero los científicos percibían que esta era complaciente con los gobiernos de países poderosos como Estados Unidos y China. En ese momento tuvo lugar un encarnizado debate acerca de los millones de muertos que causaría. Las predicciones más tímidas calculaban entre 2 y 7,4 millones de muertos; la mayoría calculaba entre 50 y 150 millones, y hubo quienes creyeron que podría llegar hasta 325 o hasta 1.000 millones de muertos (Davis, 2020). Con semejantes expectativas sobrevino una gran preocupación acerca de las condiciones de la salud pública en todo el mundo.
Un cúmulo de contradicciones estructurales llevaron a la convicción de que si llegaba la pandemia el país más poderoso del mundo no contaba con condiciones para enfrentarla. La industria de las vacunas no ha cambiado en 100 años, no ha producido ningún desarrollo tecnológico importante, de hecho, la Bigpharma (los monopolios farmacéuticos imperialistas) ha bloqueado los intentos de pequeñas empresas de alta biotecnología que han intentado producir vacunas basadas en la ingeniería genética.
Se estableció que sólo 2 empresas seguían produciendo vacunas en 2004 en Estados Unidos, mientras que en 1976 había 37 compañías, y las que quedaban tenían problemas constantes de calidad y de incumplimiento de los compromisos con el gobierno, y una de ellas era de capital francés (p. 152). Es una historia de desastres, de desabastecimiento, de fallas en el control de la calidad, de incapacidad de responder a las nuevas y más virulentas cepas de la gripe común, y también de corrupción, pues con todo eso el gobierno mantuvo los contratos con las compañías incapaces e ineficientes.
La pandemia del coronavirus llegó y se abrió paso por el mundo como si fuera una maldición, pero en realidad no fue para nada algo inesperado, y la única maldición que representa es la de vivir en un sistema económico y social decrépito y en descomposición. Los científicos y las asociaciones y publicaciones científicas y médicas ya habían alertado de esa posibilidad; la OMS y los gobiernos de todo el mundo estaban sobre aviso. No es cierto entonces que “nadie podía saberlo”. como dijo Trump; se trata en realidad, como en la novela de García Márquez, de la crónica de una muerte anunciada.
El Informe Anual sobre Preparación Mundial ante Emergencias Sanitarias de septiembre de 2019, alertó claramente sobre el peligro inminente de una pandemia:
(…) nos enfrentamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y liquidar casi el 5% de la economía mundial. Una pandemia mundial de esa escala sería una catástrofe y desencadenaría caos, inestabilidad e inseguridad generalizadas”.
En todas las estrategias de seguridad nacional de casi todos los Estados imperialistas aparecen las pandemias como un riesgo sistémico. Más aún, desde hace tres años se publica anualmente el Global Risks Report (Informe sobre Riesgos Globales), un estudio editado por el Foro Económico Mundial antes de cada encuentro anual del Foro en Davos. Dicho informe se basa en las investigaciones de la Red Global de Riesgos, cada informe describe con detalle los cambios que van emergiendo en relación con en el panorama global de riesgos y en cada uno de ellos aparece en el apartado de “riesgos sociales” un ítem referido a las posibles pandemias. Se trata, insistimos, de una pandemia anunciada.
Como advierte Rob Wallace a propósito de Estados Unidos, no basta con reconocer estos fallos y negligencias, es preciso ir más allá para encontrar las causas de orden sistémico, que tienen toda la apariencia de “fallos programados”:
La falta de preparación y de respuesta al brote no empezó en diciembre, cuando los países de todo el mundo no respondieron a la Covid-19 cuando esta salió de Wuhan. En Estados Unidos, por ejemplo, no comenzó cuando Donald Trump desmanteló el equipo de preparación para pandemias de su consejo de seguridad nacional o dejó sin dotar 700 puestos de trabajo en el CDC. Tampoco comenzó cuando las autoridades federales no actuaron después de conocer los resultados de una simulación de pandemia en 2017 que mostraba que el país no estaba preparado. Ni cuando, como señala un titular de Reuters, Estados Unidos “eliminó el trabajo de expertos del CDC en China meses antes de la aparición del virus” (…) Tampoco comenzó con la desafortunada decisión de no usar los kits de prueba disponibles y provistos por la Organización Mundial de la Salud (OMS). En conjunto, los retrasos de la información temprana y la falta total de pruebas serán indudablemente responsables de muchas, probablemente miles, de vidas perdidas.
En realidad, estos fallos venían programados desde hace décadas, cuando se descuidaron y mercantilizaron simultáneamente los bienes comunes de la sanidad pública. (Los resaltados son nuestros.)
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