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Publicaciones
5/12/20
Las elecciones en Estados Unidos. El país donde la democracia tiene precio… y vale millones de dólares
2/12/20
La pelota se detuvo… MARADONA murió
Dos mundos, separados por clases enfrentadas: el fútbol de los negocios y el fútbol de Maradona
La pelota gira en el aire, se detiene, se desliza, rueda, toma velocidad, alcanza altura y golpea la red… La pelota y su compañero de juego, juntos, lograron una coreografía inigualable. Al goleador también lo han comparado con el mejor poeta.
Diego y su pelota lograron el deleite de millones de espectadores, como una obra de arte desafió al mundo acompañados por el estridente cántico de la tribuna, en un campo teñido de colores de banderas agitadas mientras la destreza del narrador deportivo grita el remate punzante del gol. Un goce único extendido desde el estadio exultante hasta el último televidente, precedido por el drama, seguido por la reflexión colectiva, todo conjugado en un solo partido de fútbol.
El fútbol del negocio financiero
El fútbol profesional, en el que Maradona creció y fue estrella y con el cual impregnó de alegría hasta el último rincón del planeta, es un negocio gigantesco. Mueve miles de millones de dólares en el mercado capitalista mundial. Su alta rentabilidad despierta el interés de los estados y de las multinacionales. La Premier League inglesa es la más valiosa de todas las ligas europeas, medida por los dividendos, no por la destreza de sus jugadores. Acumula enormes inversiones lideradas por los estados árabes petroleros y por los oligarcas rusos, entre los que se destaca Abramóvich, ligado al negocio del petróleo y dueño del club inglés Chelsea.
En el mundo de este negocio, las valoraciones de los equipos de fútbol son económicas: se distribuyen ganancias, no goles. Los dirigentes y funcionarios ligados al fútbol no pelean por la camiseta o porque son fanáticos de un equipo, sean de Boca, del Inter o del Real Madrid, pelean por dinero y por los privilegios del poder.
En el fútbol profesional conviven dos mundos, absolutamente contrapuestos. En uno, miles de millones de personas desde la Alaska y Siberia hasta el sur de África y América, ricos y pobres, debaten durante horas, quizá días y hasta semanas enteras, sobre el rendimiento deportivo del equipo, sobre las habilidades de tal o cual jugador, sobre el triunfo cuestionable del partido o del campeonato, sobre las derrotas, sobre el gol que no fue, el gol que el árbitro invalidó, el penal de último momento, la patada sin tarjeta roja y «la mano de Dios».
En el otro mundo, un puñado de propietarios «de la pelota», esa minoría multimillonaria que gana plata con el fútbol, discute y pelea por los ingresos por la venta de entradas, por el marketing y las campañas de publicidad de la marca deportiva, por los derechos de emisión, por la venta de jugadores o por el impacto que tiene el merchandising en el negocio. Son dos mundos de intereses contrapuestos, donde el dinero junto a la política van dominando la escena, y logran deslizar los problemas de los negocios a la vida y rendimiento de los jugadores, a los malogrados campeonatos nacionales e internacionales, a la organización y financiamiento de los famosos barras, aunque predominen las simpatías populares por la camiseta o por el buen fútbol.
Dos mundos que agudizan sus diferencias en la profunda división entre las potencias imperialistas y los países atrasados, sus semicolonias, a los que explota y oprime. En el negocio del fútbol, los equipos de los países semicoloniales se quedan cada vez más pobres, se deterioran sus aspiraciones competitivas a cambio de los dólares o euros logrados con la venta de los jugadores más destacados, a cambio de sobornos y por el entramado de los campeonatos a medida del dinero, y no de las posibilidades físicas, el talento y el rendimiento de los jugadores.
Al fútbol profesional se sumaron las grandes ligas del imperialismo mundial, desde potencias ricas como Estados Unidos (a contramano de la tradición deportiva nacional donde el béisbol, el fútbol americano y el básquet despiertan mayor entusiasmo que el fútbol) hasta China, que compra jugadores a precios desorbitados y apuesta a organizar su mundial en 2026. Mientras la efervescencia futbolera crece entre los hinchas, los derechos de imagen suman dólares; Messi y Neymar están entre los que más recaudan.
La última moneda de oro en las ganancias –concentradas en una minoría y obtenida a costa de la vida comprada de jugadores y de un deporte de masas– son las casas de apuestas online y en lugares de ocio en Europa, que comienza a ganar adeptos en otros rincones del mundo.
El fútbol es un negocio donde los clubes son gerenciados como empresas, donde las decisiones son de los accionistas, no de su masa societaria. En pocas palabras, donde cada vez más un capitalismo en aguda declinación y creciente parasitismo impulsa las actividades del «ocio» y del entretenimiento como atracción de mayores inversiones de capitales, y en ese sentido compiten con empresas de servicios financieros y con el casino de las finanzas especulativas.
El fútbol del negocio político
El empresario Mauricio Macri –hijo del acaudalado Franco Macri y de la terrateniente Alicia Blanco Villegas– inició su carrera política comprando la presidencia de BOCA, uno de los clubes de fútbol más populares de la Argentina, que gerenció como si fuera una sociedad anónima, se llenó los bolsillos con los negocios en la venta de jugadores y promovió el estadio-shopping (solo para personas sentadas, con plateas a precios que dejaron fuera de la cancha a las mayorías populares). Pero además, el cargo le sirvió como trampolín de fama y popularidad para llegar a la presidencia del país.
Sus «logros» como presidente de la República todavía están en la memoria y en las heridas de millones de trabajadores y sectores populares que siguen sufriendo sus consecuencias de forma cotidiana: creció el desempleo, la informalidad laboral, la pobreza, la marginalidad, el hambre, la desnutrición, el deterioro de los servicios de salud y educativos; desfinanció la ciencia, se cerraron fábricas y creció la deuda pública y privada, en particular la contraída con el FMI. Una de las designaciones de Macri más controvertidas fue el nombramiento de Gustavo Arribas como jefe de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), que es el servicio de espionaje del estado. Arribas, como él mismo reconoció, no sabía absolutamente nada sobre el tema, pero el criterio de Macri fue que en ese puesto debía estar alguien de su absoluta confianza, una confianza ganada con la compraventa de jugadores como representante de los negocios de Macri durante su presidencia de Boca.
Arribas puso a la AFI al servicio de los intereses políticos y económicos de Macri, ejecutando una campaña de espionaje que abarcó a la oposición política y sindical, a los movimientos sociales, a sectores empresariales, a periodistas y a los propietarios de medios opositores, a los familiares de los 44 tripulantes muertos en el submarino hundido que reclamaban justicia, y hasta a amigos, partidarios y familiares directos del presidente… a todos los que le molestaban o podrían molestarle en su camino de negocios y enriquecimiento propio a costa del poder del Estado.
Pero esta cloaca maloliente no quedaba dentro de las fronteras nacionales. En enero de 2020, días después de dejar el poder, Infatino, el actual presidente de la FIFA, nombró a Macri presidente ejecutivo de la Fundación FIFA, con un presupuesto de 100 millones de dólares. Seguramente le estaba agradeciendo el papel protagónico de la FIFA en la reunión del G-20 realizada en Buenos Aires en 2018. ¿Qué más podían pedir los dirigentes de la FIFA, en particular Infantino, que entrar por la puerta grande de los negocios en el mundo, la puerta del G-20?
Como se escribió en la revista Olé, «Nunca un presidente de FIFA había podido disertar enfrente de los 20 líderes más importantes del mundo». Y lugar seguro de inversión para los capitales especulativos y los lavadores de dinero que viajan por el mundo sin fronteras ni obligaciones impositivas, decimos nosotros. Y Macri, anfitrión de la reunión, no perdió esa oportunidad, un favor que alguna vez cobraría con intereses.
El fútbol es también disfrutar del arte de Maradona
Jugando Diego Maradona se inició en la curiosidad, despertó al mundo, exploró en cada movimiento la forma, el peso, la textura de la pelota, a medida que la dominó, la hizo rodar, girar en el aire y alcanzar velocidad. Jugó con ella de noche, en la oscuridad adivinó su trayectoria, distinguió el movimiento por el sonido. Maradona en ese juego cotidiano entendió las leyes de la física, descubrió su habilidad, midió su fuerza y adquirió un oficio.
No le importaron las dificultades del terreno ni el mal tiempo, ni siquiera el estómago vacío; Maradona amó su pelota y el romance con el fútbol no tardó en llegar, desde los partidos con sus amigos del barrio pobre de Villa Fiorito, hasta el club donde practicó y se entrenó con pasión desde la primera vez. Una vez iniciada la práctica en un campo de fútbol, Maradona no se separó más de la pelota ni de los duros entrenamientos. Como tampoco se distanció del cariño por sus vecinos de su barrio todavía ignorado, ni olvidó sus orígenes humildes, creó lazos infinitos especialmente con sus padres, quienes lo cobijaron y lo amaron con esa pasión que luego Diego transmitió hacia el fútbol con un primer objetivo: sacar a su familia de la pobreza. Pero no se detuvo allí, sin ser marxista, se convirtió en un luchador por la causa de su familia, asumida como la causa de una clase social, la causa de aquellos que, como dice el Manifiesto Comunista, «no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar».
Su crecimiento como jugador de fútbol fue único. No solo se consagró como profesional, se distinguió entre todos porque logró crear la belleza que solo un artista alcanza. Los artistas en la literatura o en la música se distinguen de igual manera, son excepcionales. En la disciplina y en el trabajo cotidiano se logran habilidades, se construyen trayectorias y se consagran profesionales, pero muy pocos crean íconos, despiertan pasión y amor a través de su obra.
Con el equipo del Napoli, Maradona trascendió al fútbol, logró superar la barrera racial impuesta por la alta burguesía del norte de Italia al sur pobre. Con el equipo de la selección argentina le ganó a los ingleses, con uno de los 2 goles calificado como el mejor en la historia de la Copa Mundial, el «Barrilete cósmico». La derrota del equipo inglés, cuatro años después de la guerra de Malvinas, convirtió al 10 en símbolo de la defensa de la soberanía nacional contra la potencia imperialista.
Maradona, el luchador
No le dejaron alternativas, el capitalismo se mete en las entrañas de la sociedad y la organiza bajos sus reglas. No solo Maradona corrió tras la pelota, lo hace también y a una velocidad cada vez mayor, el negocio capitalista que mueve miles de millones de dólares en el mundo. Contra ese poder él también se enfrentó. Por esa razón se ganó un lugar destacado entre los luchadores, fue un guerrero, en un espacio que la voz de los de abajo, de los pobres, de los explotados no se escucha ni se tiene en cuenta.
Se enfrentó a los sectores dominantes del negocio del fútbol, aquellos que Diego acusó de «esclavizar» a los jugadores, a quienes defendió, organizó e intentó sindicalizar. Se enfrentó al poder de aquellos que destruyeron las asociaciones civiles, los clubes, que servían de refugio cultural, social y deportivo de los pibes pobres en las barriadas humildes de los conurbanos profundos. Se rebeló contra los poderosos en todos los terrenos, en el de la opresión nacional, contra el poder imperialista de Estados Unidos en la región, contra Videla y la dictadura argentina, contra la explotación laboral y los bajos salarios, contra el racismo, contra la riqueza acumulada por la Iglesia católica en el Vaticano. Se enfrentó a una decadencia y pobreza crecientes impulsadas por el dinero, por la búsqueda incesante del lucro y de la gratificación inmediata.
Cuando se despidió del jugador de fútbol, Maradona no abandonó sus sueños ni sus luchas, sus sueños de un equipo campeón de la selección argentina, de transmitir su arte en escuelas de fútbol alrededor del mundo, los sueños de un guerrero de la vida y de su pasión por la pelota. De gritarle ¡NO al ALCA! junto a Evo Morales, Lula, Chávez, Kirchner; de abrazar a las Madres y a las Abuelas de Plaza de Mayo, de agradecerle a Fidel Castro y de rendirle culto al Che. Maradona se describió a sí mismo como el fan número uno del pueblo palestino, también acompañó al pueblo sirio y podríamos seguir en una enumeración infinita.
Desde su muerte y hasta hoy, los medios nacionales se dedicaron día y noche al tema Maradona. Por unos pocos días con cierto respeto hipócrita, pero después se convirtieron en una cloaca maloliente. Primero comenzaron a sonar las voces que lo comenzaban a descuartizar: «Como futbolista fue un genio, pero “como persona” fue una porquería». Y ahora se dedican a buscar culpables de su fallecimiento entre los médicos, las enfermeras y el «entorno» que lo rodeaba, una pelea que tiene como telón de fondo la disputa por la plata, que ya era furiosa antes de que muriera.
Pero el hecho indiscutible, que todos los medios reconocen, es que Diego murió solo, abandonado y mal cuidado. Y eso ocurrió por dos razones. La primera, que él generó –y su figura seguirá generando– muchísimo dinero, que en este sistema capitalista podrido termina pudriendo también las relaciones humanas. La segunda, mucho más importante, que Maradona fue un luchador político que defendía a las clases condenadas a la miseria por los capitalistas y a los países explotados y oprimidos por el imperialismo.
Esto es lo que de verdad generó un odio furibundo contra él de las clases dominantes y de sectores de la clase media que se identifican con ellas, y eso es lo que expresan cuando lo cuestionan «como persona» para concluir que no hay que tomarlo como ejemplo.
La soledad que Diego sufrió en vida no la sufrió cuando murió. Centenares de miles –que eran la voz de millones– salieron a la calle para tratar de participar en su velorio, y ellos tenían muy claro por qué querían homenajearlo: porque sabían y sentían que Maradona los había representado y defendido.
25/11/20
Pandemia y capitalismo Hoy más que nunca: Socialismo o barbarie (Parte II)
El sistema capitalista-imperialista mundial es el causante de esta pandemia… y de las otras que se avecinan
La pandemia es un fenómeno natural-social, como hecho natural está gobernado por determinaciones que escapan a la causalidad social. En efecto, la humanidad ha convivido desde siempre con todo tipo de virus procedentes de animales y de plantas, muchos de los cuales incluso son benignos y parte constitutiva de nuestro sistema inmunológico, e incluso nosotros también se los transmitimos a ellos. De allí que una parte fundamental de la actual crisis tiene que ver con las peculiaridades de este virus específico y con el hecho de que es nuevo y desconocido para la ciencia. Pero como fenómeno social, la pandemia no es algo natural ni mucho menos inevitable. Todo lo contrario; la emergencia de esta pandemia tiene todo que ver con las condiciones desastrosas y bárbaras que el sistema capitalista-imperialista impone al intercambio metabólico entre la especie humana y el planeta.
Ya desde finales del siglo XIX, a partir del seguimiento minucioso de la historia de la agricultura en Europa y en Estados Unidos, así como del estudio de los avances de las ciencias de la época, en especial en lo relacionado con la química agrícola –abanderada por grandes precursores como Liebig–, Marx y Engels constataron que los avances científicos y técnicos que la burguesía implementaba en este campo sólo contribuían –en última instancia– a la destrucción creciente de la naturaleza. También concluyeron que la separación entre ciudad y campo ahondaba día a día este problema creando condiciones de insalubridad en las grandes ciudades y despoblando y privando de sus nutrientes al campo. Por esta vía es que Marx llega a formular su lapidaria tesis acerca de que el capitalismo había producido ya una fractura en el intercambio metabólico entre nuestra especie y la tierra, que se produce a través del mediador dialéctico que es el trabajo humano. En el tomo III de El Capital Marx señala:
La moral del cuento… es que el sistema capitalista va en dirección opuesta a la agricultura racional, o que la agricultura racional es incompatible con el sistema capitalista (aun cuando este último promueva el desarrollo técnico de la agricultura) y necesita, bien pequeños agricultores que trabajen para sí mismos, o el control por parte de los productores asociados. (Citado por Bellamy Foster, 2004, p. 255.)
Pero incluso, ya desde su juventud en los famosos Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844, la visión que construyó y que comparte con Engels sobre el tipo de vínculo entre nuestra especie y la naturaleza dista mucho de las maliciosas afirmaciones de los detractores del marxismo. Esa visión evolucionó con los años hasta configurar un punto de vista científico y crítico que sigue siendo una guía valiosa para orientarnos en el presente y para comprender las causas profundas de la actual crisis mundial:
Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir. Que la vida física y espiritual del hombre está ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza. (Marx, 1970, p. 111.)
Muchos reconocen estas posiciones de Marx, pero las atribuyen a una suerte de romanticismo de juventud. Se equivocan, estos no son más que los primeros atisbos filosóficos de su verdadera y madura concepción científica sobre la relación hombre-naturaleza y su mediador dialéctico, el trabajo, como se advierte en el tomo I de El Capital:
El trabajo es, antes que nada, un proceso que tiene lugar entre el hombre y la naturaleza, un proceso por el que el hombre, por medio de sus propias acciones, media, regula y controla el metabolismo que se produce entre él y la naturaleza (…) Pone en movimiento las fuerzas naturales que forman parte de su propio cuerpo, sus brazos, sus piernas, su cabeza y sus manos, con el fin de apropiarse de los materiales de la naturaleza de una forma adecuada a sus propias necesidades. A través de este movimiento actúa sobre la naturaleza exterior y la cambia, y de este modo cambia simultáneamente su propia naturaleza… [El proceso de trabajo] es la condición universal para la interacción metabólica [Stojfivechsel] entre el hombre y la naturaleza, la perenne condición de la existencia humana impuesta por la naturaleza. (Marx, El Capital, tomo I, p. 243 de la edición inglesa citada por Bellamy Foster).
Pero hay más, para presentar una imagen clara de las verdaderas posiciones de Marx sobre estos problemas se pueden consignar muchos otros fragmentos de su obra. No es posible hacerlo en este trabajo; nos limitaremos a dos citas de dos tomos distintos de El Capital y una de Engels, que tienen la virtud de ser contundentes y hablar por sí mismas:
El latifundio reduce la población agraria a un mínimo siempre decreciente y la sitúa frente a una creciente población industrial hacinada en grandes ciudades. De este modo da origen a unas condiciones que provocan una fractura irreparable en el proceso interdependiente del metabolismo social, metabolismo que prescriben las leyes naturales de la vida misma. El resultado de esto es un desperdicio de la vitalidad del suelo, que el comercio lleva mucho más allá de los límites de un solo país. (Liebig)… La industria a gran escala y la agricultura a gran escala explotada industrialmente tienen el mismo efecto. Si originalmente pueden distinguirse por el hecho de que la primera deposita desechos y arruina la fuerza de trabajo, y por tanto la fuerza natural del hombre, mientras que la segunda hace lo mismo con la fuerza natural del suelo, en el posterior curso del desarrollo se combinan, porque el sistema industrial aplicado a la agricultura también debilita a los trabajadores del campo, mientras que la industria y el comercio, por su parte, proporcionan a la agricultura los medios para agotar el suelo. (El Capital, Tomo III, citado por Bellamy Foster, p. 241.)
(…) Pero, al destruir las circunstancias que rodean al metabolismo… obliga a su sistemática restauración como ley reguladora de la producción social, en una forma adecuada al pleno desarrollo de la raza humana… Todo progreso en la agricultura capitalista es un progreso en el arte, no de robar al trabajador, sino de robar al suelo; todo progreso en el aumento de la fertilidad del suelo durante un cierto tiempo es un progreso hacia el arruinamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad… La producción capitalista, en consecuencia, solo desarrolla la técnica y el grado de combinación del proceso social de producción socavando simultáneamente las fuentes originales de toda riqueza: el suelo y el trabajador. (El Capital, tomo I, citado por Bellamy Foster, p. 241.)
La abolición de la antítesis existente entre la ciudad y el campo no es que meramente sea posible. Ha llegado a ser una necesidad directa de la propia producción industrial, del mismo modo que se ha convertido en una necesidad de la producción agrícola y, además, de la salud pública. Al actual envenenamiento del aire, del agua y de la tierra únicamente puede ponérsele fin mediante la fusión de la ciudad y el campo, y tan sólo esa fusión cambiará la situación de las masas que ahora languidecen. (Engels, Aportes al problema de la vivienda, citado por Bellamy Foster, pp. 269-270).
Esta perspectiva, al mismo tiempo nos permite constatar cómo el capitalismo convierte sistemáticamente las más altas conquistas de la humanidad en su contrario, en desgracias y fuente constante de sufrimientos, en este caso referidas tanto a los avances en la química del suelo como a la gran conquista social y cultural que significa la ciudad. Esta crisis o este desequilibrio brutal entre ciudad y campo no ha hecho sino agudizarse con el correr del tiempo, al punto que ya no sólo tenemos grandes ciudades –Londres tenía unos 3 millones y medio de habitantes cuando Engels escribió su apasionada denuncia de las condiciones de vida de la clase obrera en esa ciudad en 1847–; hoy tenemos megalópolis de 10, 12 y hasta 30 millones de habitantes.
En lo que tiene que ver con la emergencia de la actual pandemia, geógrafos críticos y urbanistas como el mismo Mike Davis, biólogos evolutivos y ecólogos de las enfermedades coinciden en denunciar que son ciertas condiciones de la producción de alimentos en el capitalismo actual, así como la configuración de determinados circuitos económicos y sociales de esa producción los que explican lo que está pasando:
La destrucción de los bosques, tanto a manos de multinacionales como de agricultores de subsistencia desesperados, elimina la barrera entre las poblaciones humanas y virus silvestres aislados endémicos de las aves, los murciélagos y los mamíferos. Las granjas industriales y los gigantescos corrales de engorde actúan como inmensas incubadoras de nuevos virus, mientras que las condiciones sanitarias en los barrios marginales dan lugar a poblaciones que están al mismo tiempo densamente abarrotadas y debilitadas a nivel inmunitario. La incapacidad del capitalismo global para crear empleo en los llamados países “países en vías de desarrollo” se traduce en que mil millones o más de trabajadores de subsistencia (“el proletariado informal”) carecen de un nexo patronal con la atención médica o de los ingresos necesarios para adquirir tratamientos en el sector privado, una situación que los deja a merced del colapso de los sistemas de hospitales públicos, si es que existen. La protección biológica permanente contra nuevas plagas, por consiguiente, precisaría algo más que vacunas. Sería necesario suprimir estas “estructuras de emergencia sanitaria” a través de reformas revolucionarias en la agricultura y en la vida urbana que ningún gran país capitalista o con capitalismo de estado estaría dispuesto a adoptar bajo ningún concepto por voluntad propia. Un equipo de excelentes investigadores médicos, doctores de la sanidad pública y periodistas informados –Paul Farmer, Richard Horton, Laurie Garrett, Rob Wallace, entre muchos otros–, llevan años tratando de mostrarnos estas conexiones sistémicas. Como subrayó Wallace hace tiempo: “los impactos agroeconómicos del neoliberalismo global son incuestionables, pueden sentirse en todos los niveles de la organización biocultural, hasta la escala del virión y la molécula”. (Davis, 2020, pp. 24-25, los resaltados son nuestros.)
Cada vez tenemos más datos que muestran que las últimas y más peligrosas enfermedades proceden de virus portados por animales silvestres, pero al mismo tiempo, también es un hecho que los modos de producción de carne –principalmente de pollos y de cerdos– para las grandes cadenas de comidas rápidas se han convertido en una fuente permanente de nuevos virus, y, peor aún, está demostrado que existe una creciente interacción entre ambos tipos de virus, lo que genera recombinaciones genéticas, mutaciones y surgimiento acelerado de nuevas cepas. Por si acaso hay alguna duda, tenemos: el VIH que se originó en monos; el Ébola, el Nipah y el SARS, que proceden de murciélagos; el H1NI, el MERS-CoV (Síndrome Respiratorio por Coronavirus de Oriente Medio); la gripe porcina; la gripe aviar; el zika, y un largo etcétera.
A estos factores se agregan otros, como el hecho de que está teniendo lugar un proceso acelerado de urbanización en vastas zonas del mundo, principalmente en Asia y en África. En el caso de África, un agravante es que la tremenda demanda de proteína animal que esto genera, gracias al atraso y la miseria, no es suplida por una ganadería desarrollada a mediana o gran escala, lo que está redundando en la caza indiscriminada de todo tipo de animales silvestres. En el caso de Asía, principalmente de China pero también Vietnam y Tailandia (y que también está presente en todos los otros continentes), avanza una creciente industria de pollos y cerdos caracterizada por tres factores que son un caldo de cultivo para nuevos virus: el hacinamiento masivo, que deprime la respuesta inmunológica; la abolición de la reproducción in situ, que destruye la diversidad genética clave para aminorar el impacto de los virus, y el sacrificio en extremo temprano de los animales, que incrementa el ingreso acelerado de nuevos ejemplares a la exposición de los virus emergentes.
Otro factor determinante tiene que ver con los cambios abruptos que generan los procesos de urbanización en zonas de frontera con zonas selváticas. Están surgiendo en pequeñas y medianas ciudades –repletas de barrios marginales con una pésima dotación sanitaria y casi inexistentes sistemas de salud pública– productoras de pollos o cerdos en espacios en los que hay interacciones fuertes con aves silvestres y con murciélagos portadores de todo tipo de virus. Para colmo de males, estás nuevas ciudades se encuentran muy conectadas con los grandes centros urbanos de sus países y del mundo, y en algunas de ellas es muy frecuente el transporte por grandes carreteras de animales vivos, de modo que cuando aparecen nuevos virus o estallan epidemias de virus ya conocidos, el contagio nacional y mundial –gracias a la globalización– se produce de manera extremadamente rápida. Y, cómo ya se ha insistido, no existe una correspondencia mínima entre este intercambio mundial y el despliegue de un sistema mundial de salud.
Existe todavía otro factor: hay prácticamente un acuerdo mundial en la reconstrucción de la forma en que se produjo el traspaso interespecie del coronavirus; se sabe al menos que debió pasar de los murciélagos a los pangolines y que estos son de consumo masivo en ciertos sectores de la población china. Podría pensarse que se trató de un pequeño caso aislado, pero sin embargo no es así, pues se sabe que el mercado de animales silvestres en ese y en otros países es un negocio en expansión:
La escala del consumo de carne de animales silvestres en el sur de China es realmente pasmosa. Según estudios oficiales, se trata de una industria de 76.000 millones de dólares en la que trabajan directa o indirectamente 14 millones de personas. (Davis, 2020, pp. 20-21.)
Este panorama se conjuga con todo lo expuesto antes sobre el retroceso histórico en materia de salud pública a escala mundial. En este marco es preciso alertar sobre la tendencia creciente a que emerjan cada vez más epidemias y hasta nuevas pandemias. El ecólogo de enfermedades Peter Daszak ha dicho que estamos encarando mal epidemias como el Covid-19, refiriéndose a que es un hecho que, por las acciones humanas, cada vez estamos más expuestos a nuevas enfermadades infecciosas, y que no podemos simplemente esperar a que aparezcan, sino que debemos prevenirlas, sobre todo porque:
Calculamos que probablemente hay 1,7 millones de virus desconocidos que podrían infectar a las personas en la vida silvestre. Conocemos solo un par de miles. Por lo tanto, debemos salir y encontrar esos virus, obtener la secuencia genética y comenzar a trabajar en las vacunas para todo el grupo, en lugar de solo una.
En otras palabras el sistema capitalista-imperialista, en su decadencia avoca a la humanidad a la aparición de nuevas pandemias como la del Covid-19, no hay manera de evitar que esto ocurra si la humanidad no se libera de esa plaga, madre de todas las plagas, que es este mismo sistema.
Socialismo o barbarie
Lo que describimos aquí es toda esa miseria en un mundo de inigualable riqueza; toda esa precariedad de la atención en salud pública en una época en la que la ciencia avanzó como en ninguna otra; toda esa ineptitud de los estados para garantizar los servicios públicos mínimos; toda esa muerte y desolación, y esa “incapacidad” manifiesta de asegurar la vida y mejorarla. Todo esto no es otra cosa que el avance de la barbarie en nuestro mundo. El capitalismo no sólo no satisface las necesidades humanas básicas de la inmensa mayoría de la población, sino que incrementa el desempleo, la hambruna y la muerte, y como advertimos desde el inicio, avanza a pasos agigantados hacia la catástrofe generalizada poniendo en riesgo la vida misma de la especie en el planeta.
La única manera de parar la barbarie es hacer la revolución, por dura y costosa que esta tarea resulte en la actualidad. Un proceso tan brutal de destrucción no puede ser encarado con respuestas rutinarias, con las luchas reivindicativas de siempre, para defendernos o para sacar algo y seguir subsistiendo, que no funcionan cuando lo que está en juego es la vida misma.
No hay salida para este desastre en los marcos del capitalismo, toda la verborrea que promulga la existencia de un “capitalismo más humano”, todas esas mil y una formas del reformismo, tanto de derecha como de izquierda, naufragan en el río de muerte de esta pandemia. Sólo el socialismo, una sociedad basada en la asociación democrática de los productores –de los trabajadores– puede proporcionar una salida de fondo a estas calamidades. Incluso como ha podido verse en todos los rincones del mundo, ha sido la solidaridad incondicional de los de abajo, en los barrios, en las escuelas, en las fábricas, la que nos ha permitido sobrellevar la crisis en medio del desastre sanitario y económico provocado por el sistema, y agravado por los manejos torpes e incluso ruines de la crisis por parte de los gobiernos burgueses de todos los colores.
Pues el socialismo es el sistema que se basa en la propiedad colectiva de los medios de producción, en la destrucción de las clases sociales y en la planificación racional de la economía con base en la decisión democrática de los trabajadores, de modo que se produzca no para generar ganancias que beneficien a individuos particulares sino para satisfacer las necesidades de toda la sociedad. Sólo el socialismo podría satisfacer las necesidades básicas de la humanidad: salud, alimentación, vivienda, sanidad, educación, pues es un sistema que busca resolver la contradicción insalvable del capitalismo: que en él la producción de la riqueza es colectiva, pero la apropiación es privada.
Si bien el socialismo no ha llegado a instaurarse plenamente en la historia, las experiencias más avanzadas, como la de la revolución rusa de 1917, nos proporcionan ejemplos contundentes al respecto: sociedades como la soviética, que llegó a liberar del hambre crónica, del analfabetismo y el atraso cultural a millones; alcanzando logros científicos y tecnológicos que hicieron que se convirtiera en una de las primeras potencias mundiales en apenas tres o cuatro décadas, después de ser el país más atrasado de Europa. Incluso Cuba, un país pequeñito, ha logrado avances en educación y en medicina que aún hoy –en medio del proceso de restauración capitalista– son ejemplo para toda la humanidad.
Por supuesto, no queremos esconder las terribles contradicciones que en el plano político han marcado la experiencia de estos países, a partir del triunfo del estalinismo en las URRSS, y que se impuso en el resto del mundo a través de la degeneración y posterior disolución de la Tercera Internacional y los partidos comunistas en todos los países. Pero, al contrario de lo que propagan los ideólogos del capitalismo –quienes han dado por muerto al socialismo– insistiendo en que se demostró su fracaso histórico, es preciso recordar que apenas en sus primeros intentos –los cuales fueron combatidos despiadadamente por la contrarrevolución mundial– y que no llevan más de un siglo, mientras el capitalismo se tardó por lo menos tres siglos en instaurarse, las revoluciones socialistas produjeron avances inigualables en favor de las masas obreras y populares, muchos de los cuales siguen iluminando el futuro de las nuevas generaciones, y que esos avances probaron al menos dos cosas indiscutibles: una, que la burguesía es un parásito absolutamente innecesario, que los trabajadores solos son capaces de poner en funcionamiento una sociedad superior sin su existencia; dos, que lo único que explica que en esos países –y en tan corto tiempo– se hayan producido saltos gigantescos en salud, en educación, en vivienda, en cultura, es que esas revoluciones expropiaron a los capitalistas y pusieron la riqueza social al servicio de toda la sociedad.
Para los capitalistas es imperioso ocultar esa posibilidad a las nuevas generaciones, convencerlas de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y de que todo se puede cambiar, que todo se podría eventualmente negociar, menos una sola cosa: su derecho sagrado a la propiedad privada de los medios de producción y de cambio, y a la concentración de la riqueza.
Pero volvamos al comienzo. Bastaría con expropiar todas las empresas privadas de salud, todas las industrias farmacéuticas, todas las farmacias, los hospitales y las clínicas privadas, en cada país y en todo el mundo y ponerlos en manos de los trabajadores y las comunidades de esos países, para darle un giro de 180º al problema de la salud que hoy enfrentamos. A eso apunta el socialismo y es por eso que llamamos a las nuevas generaciones de obreros, de mujeres luchadoras y jóvenes rebeldes, a luchar por recuperar esta perspectiva revolucionaria y organizarse para hacerlo, única manera de resolver los graves retos que hoy enfrentamos como humanidad, como restablecer el equilibrio en el intercambio material de nuestra especie con la tierra. Solo una sociedad como esa, no sometida a la irracionalidad de las ganancias de los capitalistas, puede hacerlo.
10/11/20
Pandemia y capitalismo. Hoy más que nunca: Socialismo o barbarie (Parte I)
Nunca como ahora se vivió con tanta fuerza y a escala mundial la sensación de no futuro, la desesperación, el miedo, la destrucción, la miseria, como en una película postapocalíptica… aun así nos engañan a diario diciendo que el capitalismo viene a salvarnos, que ya vienen las vacunas. ¡Mentira! Huele todo a podrido.
Lo que vivimos se equipara en parte con la experiencia de las dos guerras mundiales o de la gran depresión de 1929. Como en esos oscuros días de la humanidad, los que concurrimos como bestias al matadero somos los millones de pobres de todo el mundo, la clase trabajadora de todos los países, los inmigrantes, los marginados, los sin techo, los latinos y los afroamericanos en Estados Unidos, los ancianos. Pero hoy todo se agrava, porque la verdad es que ni siquiera los poderosos saben cómo salir de esta trampa mortal en la que nos metieron y de la que nadie se hace cargo.
No hay lugar para ilusiones; si a diario vivimos haciendo luchas de resistencia para intentar mantener lo poco que queda de conquistas sociales o derechos, en medio del ataque despiadado de cada gobierno burgués de turno, hoy ni siquiera hay espacio para eso. El capitalismo nos está llevando, como en esos otros momentos extremos, a una situación límite, porque lo que nos arrebatan es la vida misma. El capitalismo lo destruye todo, como una bestia asesina, como un loco que prende fuego a su propia casa. Así llegamos a un punto en que para preservar lo que es absolutamente indispensable, la salud, la vida, nos vemos arrojados a la necesidad de hacer la revolución.
La crisis de la pandemia del Covid-19 empieza a evidenciar las grandes contradicciones del sistema capitalista-imperialista mundial, pero en un nivel tan agudo que pone objetivamente sobre el tapete la alternativa socialismo o barbarie. Tratando de esclarecer las verdaderas causas así como las soluciones a esta crisis, las mentes más esclarecidas del ámbito científico y médico mundial apuntan a soluciones de gran envergadura, las cuales no tienen viabilidad en el capitalismo imperialista. Ante el avance de múltiples formas de barbarie, los científicos, sin saberlo, están indagando por las posibilidades de un sistema social que rediseñe de raíz no sólo el vínculo entre los seres humanos sino también el vínculo de la especie humana con la tierra.
Sus respuestas contradicen toda esa cháchara acerca de que después de la pandemia vendrá un mundo mejor, y que el estado capitalista –ausente por décadas– vendrá a cuidar nuestras vidas. Contradicen esa campaña engañosa con la que quieren convencernos de que el capitalismo va a autorreformarse y a corregir sus fallas estructurales. Si algo evidencia esta doble calamidad sanitaria y económica, es la imposibilidad de una salida reformista. La descomposición del sistema y sus devastadoras consecuencias para las amplias masas del mundo reclaman con urgencia salidas revolucionarias.
El sistema capitalista es el responsable de los centenares de miles de muertos de la pandemia, de los millones de desempleados, de los millones que pasan hambre por la crisis económica que venía de antes y que la pandemia agravó; es el responsable de la amenaza creciente de destrucción de la vida en el planeta, que ya se cobra innumerables víctimas en todo el mundo por las sequías, los incendios y las inundaciones; es el responsable de las guerras y de las violencias racista y machista, que crecen como una plaga.
Si esto es así, la pregunta es qué hacer para poner fin a toda esta desgracia. En un sentido la respuesta es muy sencilla: hacer la revolución para destruir este sistema y edificar una sociedad nueva, sin explotadores ni explotados, socialista. Si no lo vemos así es por la tremenda campaña ideológica que los capitalistas y sus plumíferos en todo el mundo han desplegado en contra del marxismo revolucionario, con el propósito de sepultar para siempre esa perspectiva a las nuevas generaciones. Pero no son sólo ellos, la crisis de la pandemia ha lanzado a la palestra todo tipo de curanderos de la conciencia: desde los místicos que nos devuelven a los brazos de dios, pasando por los neoliberales supuestamente autocríticos, los defensores del capitalismo humanitario; todas las vertientes del reformismo: progresistas, sindicalistas rutinarios, parlamentaristas y electoreros, activistas radicales localistas, utopistas de nuevo tipo que quieren devolvernos al campo; hasta una variada gama de “socialistas” y “ecosocialistas”, quienes hablan de socialismo o de “nuevo socialismo” pero sin decirnos cómo llegaremos a él, sin plantear la necesidad de la revolución y sin reivindicar las revoluciones socialistas del siglo XX y sus conquistas.
Todos tienen en común, ya sea en forma consciente o vergonzosamente práctica o hasta inconsciente, su aceptación del sistema capitalista-imperialista como realidad última de la humanidad, así como su rechazo o negación de la necesidad y la posibilidad de la revolución. Unos por su firme convicción de clase, otros porque capitulan a la campaña ideológica y se adaptan a la conciencia atrasada de las masas o porque se acomodaron a las migajas que el sistema les lanza. Es por eso que la respuesta revolucionaria a la actual crisis demanda, en primera instancia, una intransigente lucha ideológica.
El sistema capitalista no puede autorreformarse ni resolver las graves contradicciones que él mismo ha creado por una sencilla razón: el capitalismo es irracional por definición, pues cada acción suya está determinada por la busca de ganancias rápidas, y además, en este siglo largo de capitalismo imperialista es brutalmente parasitario. Es por eso que no puede resolver el problema de la destrucción de la naturaleza, del calentamiento global, del predominio de las energías fósiles sobre las llamadas energías limpias, o algo tan lógico como acabar con el despilfarro de energía y la creciente contaminación que representa la sobreabundancia de los automóviles en lugar de imponer en todas las ciudades del mundo el uso de servicios de transporte masivo. Pues cada solución racional, cada respuesta científica orientada a la satisfacción de las necesidades humanas y al cuidado de la naturaleza, se estrellan con la barrera infranqueable de los intereses de algún monopolio capitalista y su afán insaciable de lucro. Como dijo Engels:
Los capitalistas (…) sólo pueden preocuparse de una cosa: de la utilidad más directa que sus actos le reporten. Más aún, incluso esta utilidad –cuando se trata de la que rinde el artículo producido o cambiado– queda completamente relegada a segundo plano, pues el único incentivo es la ganancia que de su venta pueda obtenerse (…) Allí donde la producción y el cambio corren a cargo de capitalistas individuales que no persiguen más fin que la ganancia inmediata, es natural que sólo se tomen en consideración los resultados inmediatos. (Engels, F., “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre”, en: Obras escogidas, Moscú, Progreso, 1974, p. 78.)
En este artículo nos proponemos denunciar algunas de las más importantes contradicciones del sistema capitalista imperialista, a partir de lo expuesto por los científicos sobre las causas y consecuencias de la actual pandemia, mostrando que por su naturaleza plantean la necesidad objetiva del socialismo. En artículos posteriores trataremos algunos otros problemas relacionados con la crisis ecológica –insolubles en los marcos del capitalismo imperialista–; por el momento nos centraremos en el caso de la pandemia, el ejemplo más contundente del desastre al que nos arroja este sistema y de la necesidad de superarlo. La primera cita trata de dar respuesta al problema universal de la gripe aviar –reconocida como la más seria amenaza de pandemia hasta antes de la emergencia del coronavirus– y su dramática contradicción con el dominio mundial de la gran industria farmacéutica:
Como en el caso del VIH/sida y de las enfermedades diarreicas infantiles fácilmente evitables, la gripe pone a prueba la solidaridad humana. El acceso a las medicinas básicas, entre las que se incluyen vacunas, antibióticos y antivirales, debería considerarse un derecho humano universalmente asequible y libre de costo (…) La supervivencia de los pobres debe tener siempre prioridad sobre los beneficios de la Bigpharma. Del mismo modo, la creación de una infraestructura de salud pública verdaderamente global se ha convertido en una necesidad urgente, en un asunto de vida o muerte para todas las naciones, ricas o pobres. (Davis, 2020, p. 175, los resaltados son nuestros.)
La segunda cita señala las causas económicas y sociales de la emergencia de las múltiples variedades de gripe que amenazan a la humanidad y de las condiciones que hacen posible el creciente contagio de especies animales a humanos:
(…) los dos cambios globales que más han operado a favor de la evolución acelerada interespecífica de nuevos subtipos de gripe y de la transmisión global de los mismos han sido la Revolución Ganadera de los años ochenta y noventa –parte de una conquista más general de la agricultura mundial a manos del agrocapitalismo a gran escala– y una revolución industrial en la China meridional –el crisol histórico de las gripes humanas–, que han aumentado de forma exponencial el intercambio comercial y humano de la región con el resto del mundo. La aparición de “superciudades” en el tercer mundo, con sus barrios marginales (…) un medio humano apto para la propagación de posibles pandemias y para la evolución vírica. Pero hay todavía un cuarto elemento negativo que cierra el ominoso círculo de la ecología de la gripe: la ausencia de un sistema internacional de salud pública que se ajuste a la escala y al impacto de la globalización económica, una necesidad urgente, un asunto de vida o muerte para todas las naciones, ricas o pobres. (Davis, 2020, p. 163, los resaltados son nuestros.)
Hacer realidad la exigencia de proveer como un derecho humano vacunas, antibióticos y antivirales sin costo, y la de instaurar un sistema mundial público de salud, requeriría al menos dos conquistas previas: que en cada país la salud dejara de ser un negocio privado y que se pusiera fin a la explotación y la opresión de unos países por otros. Conseguir lo primero implicaría derrotar a algunos de los monopolios capitalistas más poderos del mundo, que dominan tanto el negocio de los servicios de salud como el de la producción y distribución de medicinas; conseguir lo segundo implicaría acabar con el imperialismo. Esto no quiere decir que no tengan razón o que sean utópicas estas exigencias; lo que evidencian es el tremendo obstáculo que el sistema capitalista mundial impone al desarrollo de la humanidad.
En última instancia, las exigencias de proveer vacunas, antibióticos y antivirales a todos sin costo alguno y el reclamo de un sistema mundial público de salud, ponen al rojo vivo la necesidad de la socialización y la planificación de todos los recursos, de todos los bienes, conocimientos y servicios implicados en el cuidado de la salud humana. La lucha por conquistar esto significaría un avance en la instauración del socialismo en todo el mundo.
La pandemia del Covid-19 demanda más que nunca solidaridad, la conciencia de que pertenecemos todos a la misma especie y habitamos el mismo planeta (lo que Marx denomina “ser genérico”), y que tenemos que actuar en función de los intereses de toda la humanidad. Pero ya sabemos cómo piensan los capitalistas: no sólo no piensan en la especie humana, sino que incluso prefieren que se mueran todo el pobrerío, que se mueran todos esos viejos y así nos ahorramos lo de las pensiones; que se mueran todos esos sucios inmigrantes que vienen afear nuestros países, que se mueran todos esos marginales que sólo representan gastos sociales y que queden vivos los más fuertes y no dejen de producir ganancias para nuestras empresas. Cada día que pasa se ven las consecuencias de que vivamos bajo la dictadura de estos altruistas caballeros, en cada país y en el mundo, de que los estados nacionales respondan a los mandatos de los capitalistas de cada país y de que las llamadas organizaciones internacionales, como la ONU, la FAO, el Banco Mundial o la OMS, obedezcan a los mandatos y cuiden los intereses de los estados más poderosos y de sus monopolios, como en el caso de la OMS, que cuida los intereses de los grandes monopolios farmacéuticos. Es por eso que la solidaridad mundial es una ilusión en este sistema.
A comienzos del siglo XXI, tanto la comunidad de especialistas como la OMS y los gobiernos estaban convencidos de que se venía una pandemia. Esto obedecía al avance imparable de una epidemia de gripe aviar que azotó a todo el Sudeste asiático y que se manifestó también en algunos lugares de Estados Unidos y de Europa, y porque empezaron a emerger casos de contagio letal en humanos, que trataron de ser ocultados por los gobiernos y por los grandes monopolios de la producción de pollos.
A finales del otoño de 2004, la preocupación no había disminuido. Cuando la revista Newsweek preguntó a un destacado microbiólogo sobre la posibilidad de una pandemia, el científico respondió: “Creo que lo que no acabamos de comprender es por qué no ha ocurrido todavía”. Es más, por lo general todos los investigadores coincidían en que una pandemia de H5 no sólo era inminente, sino que “venía con retraso”. (Davis, 2020, p. 136.)
Se encomendó a la OMS prender las alarmas, pero los científicos percibían que esta era complaciente con los gobiernos de países poderosos como Estados Unidos y China. En ese momento tuvo lugar un encarnizado debate acerca de los millones de muertos que causaría. Las predicciones más tímidas calculaban entre 2 y 7,4 millones de muertos; la mayoría calculaba entre 50 y 150 millones, y hubo quienes creyeron que podría llegar hasta 325 o hasta 1.000 millones de muertos (Davis, 2020). Con semejantes expectativas sobrevino una gran preocupación acerca de las condiciones de la salud pública en todo el mundo.
Un cúmulo de contradicciones estructurales llevaron a la convicción de que si llegaba la pandemia el país más poderoso del mundo no contaba con condiciones para enfrentarla. La industria de las vacunas no ha cambiado en 100 años, no ha producido ningún desarrollo tecnológico importante, de hecho, la Bigpharma (los monopolios farmacéuticos imperialistas) ha bloqueado los intentos de pequeñas empresas de alta biotecnología que han intentado producir vacunas basadas en la ingeniería genética.
Se estableció que sólo 2 empresas seguían produciendo vacunas en 2004 en Estados Unidos, mientras que en 1976 había 37 compañías, y las que quedaban tenían problemas constantes de calidad y de incumplimiento de los compromisos con el gobierno, y una de ellas era de capital francés (p. 152). Es una historia de desastres, de desabastecimiento, de fallas en el control de la calidad, de incapacidad de responder a las nuevas y más virulentas cepas de la gripe común, y también de corrupción, pues con todo eso el gobierno mantuvo los contratos con las compañías incapaces e ineficientes.
La pandemia del coronavirus llegó y se abrió paso por el mundo como si fuera una maldición, pero en realidad no fue para nada algo inesperado, y la única maldición que representa es la de vivir en un sistema económico y social decrépito y en descomposición. Los científicos y las asociaciones y publicaciones científicas y médicas ya habían alertado de esa posibilidad; la OMS y los gobiernos de todo el mundo estaban sobre aviso. No es cierto entonces que “nadie podía saberlo”. como dijo Trump; se trata en realidad, como en la novela de García Márquez, de la crónica de una muerte anunciada.
El Informe Anual sobre Preparación Mundial ante Emergencias Sanitarias de septiembre de 2019, alertó claramente sobre el peligro inminente de una pandemia:
(…) nos enfrentamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y liquidar casi el 5% de la economía mundial. Una pandemia mundial de esa escala sería una catástrofe y desencadenaría caos, inestabilidad e inseguridad generalizadas”.
En todas las estrategias de seguridad nacional de casi todos los Estados imperialistas aparecen las pandemias como un riesgo sistémico. Más aún, desde hace tres años se publica anualmente el Global Risks Report (Informe sobre Riesgos Globales), un estudio editado por el Foro Económico Mundial antes de cada encuentro anual del Foro en Davos. Dicho informe se basa en las investigaciones de la Red Global de Riesgos, cada informe describe con detalle los cambios que van emergiendo en relación con en el panorama global de riesgos y en cada uno de ellos aparece en el apartado de “riesgos sociales” un ítem referido a las posibles pandemias. Se trata, insistimos, de una pandemia anunciada.
Como advierte Rob Wallace a propósito de Estados Unidos, no basta con reconocer estos fallos y negligencias, es preciso ir más allá para encontrar las causas de orden sistémico, que tienen toda la apariencia de “fallos programados”:
La falta de preparación y de respuesta al brote no empezó en diciembre, cuando los países de todo el mundo no respondieron a la Covid-19 cuando esta salió de Wuhan. En Estados Unidos, por ejemplo, no comenzó cuando Donald Trump desmanteló el equipo de preparación para pandemias de su consejo de seguridad nacional o dejó sin dotar 700 puestos de trabajo en el CDC. Tampoco comenzó cuando las autoridades federales no actuaron después de conocer los resultados de una simulación de pandemia en 2017 que mostraba que el país no estaba preparado. Ni cuando, como señala un titular de Reuters, Estados Unidos “eliminó el trabajo de expertos del CDC en China meses antes de la aparición del virus” (…) Tampoco comenzó con la desafortunada decisión de no usar los kits de prueba disponibles y provistos por la Organización Mundial de la Salud (OMS). En conjunto, los retrasos de la información temprana y la falta total de pruebas serán indudablemente responsables de muchas, probablemente miles, de vidas perdidas.
En realidad, estos fallos venían programados desde hace décadas, cuando se descuidaron y mercantilizaron simultáneamente los bienes comunes de la sanidad pública. (Los resaltados son nuestros.)