En la república democrática, la riqueza ejerce su poder indirectamente, pero de un modo tanto más seguro, y lo ejerce, en primer lugar, mediante la corrupción directa de los funcionarios (Norteamérica) y, en segundo lugar, mediante la alianza entre el gobierno y la Bolsa…
F. Engels, 1891
En 2003, Estados Unidos impulsó y dirigió la invasión
militar a Irak bajo el lema de su lucha por los valores democráticos, con el
pretexto de imponer un régimen democrático en lugar de la dictadura autocrática
de Saddam Hussein, quien fue acusado de poseer armas de destrucción masiva.
Cuando se demostró el engaño de esta información de inteligencia con respecto a
las armas, el país ya había sido destruido por la guerra. En medio de una
economía absolutamente ineficiente y paupérrima, en Irak la democracia todavía
es una deuda. Como lo es también en muchos países aliados a los Estados Unidos,
entre ellos Arabia Saudí, aunque estén llenos de petrodólares.
Estados Unidos, «el país de la libertad, la seguridad y
los derechos civiles», avanzó con métodos de guerra por todo el mundo, e impuso
su propia degradación de la democracia fuera de sus propias fronteras (Irak,
Yugoslavia, Afganistán)… y también dentro de ellas.
Estados Unidos, el país de la Coca-Cola, los McDonald’s
y Disneylandia, es el país donde dominan las grandes corporaciones, los
gigantes financieros de Wall Street, los nuevos «millonarios emprendedores de
las empresas tecnológicas y de los fondos de inversión», la banca y los trusts,
con un despliegue y un presupuesto militar extraordinarios al servicio de su
política colonial.
Un Estado que define quiénes son sus enemigos en el
mundo de acuerdo a los intereses de sus megaempresas transnacionales y de su
capital financiero. El aparato estatal en los Estados Unidos está al servicio
de ese propósito, para imponer sus intereses al del resto del planeta, para
dominar, para expoliar las riquezas de los países atrasados y para explotar a
millones de trabajadores y oprimir países y minorías.
Bajo la tutela de Trump, Estados Unidos encaró la
pandemia del Covid-19 con miles de víctimas por la criminal política oficial de
no resguardar la salud pública ni ofrecer asistencia gratuita durante una de
las crisis sanitarias más importantes sufridas por la humanidad.
En ese marco, la policía norteamericana mató a George
Floyd, a plena luz del día. Mientras lo filmaban los transeúntes le suplicaban
que lo dejara mientras el policía presionaba con su rodilla la cabeza de la
víctima hasta provocarle la muerte por asfixia. George Floyd no se resistió, y
sin embargo toda la fuerza bruta y el sadismo policial fueron desplegados
contra él. Horas más tarde se filmaba otro ataque despiadado contra dos jóvenes
negros mientras eran sacados a empujones y golpes de un auto en un control
policial durante las movilizaciones de repudio por el asesinato de Floyd. La
brutal conducta asumida por las omnipresentes fuerzas de seguridad, desde las
policías estatal hasta la Guardia Nacional, quedó a la vista de todo el mundo,
registrada en centenares de videos difundidos por la televisión y viralizados
en las redes sociales.
Bajo el mando del magnate y bravucón Trump, un modelo
de ricachón de los años 50, con sus dorados brillantes como emblema, el Estado
norteamericano no asume la responsabilidad por las miles de muertes por el
Covid-19, en su mayoría negros y latinos, y menos todavía por la brutalidad
policial que asesinó Floyd. Y además ordenó el despliegue de la fuerza militar
para acallar las voces de millones de ciudadanos que defienden en la calle los
derechos civiles y una república democrática que parece inexistente para los
negros, los latinos y los trabajadores.
La represión policial, judicial y política ejercida
desde un Estado dominado por los blancos y ricos es una de las razones por la
que mueren o están presos muchos negros en los Estados Unidos. La otra razón
del número de muertes es la pobreza y las enfermedades nacidas de la pobreza y
de décadas de injusticias.
El sistema de salud del país de la libertad, se
construyó con la libertad que poseen los grandes capitales para crear clínicas,
hospitales, centros de asistencia, tratamientos, medicamentos, y hasta el
desarrollo de investigaciones científicas al servicio de las ganancias de esos
capitales. Pero solo el norteamericano medio puede acceder a él, si puede pagar
miles de dólares, y es casi inaccesible para la mayoría de la población más
pobre.
Sabrina Strings, una negra que es profesora asociada de
Sociología de la Universidad de California en Irvine, en su libro Fearing
the Black Body: The Racial Origins of Fat Phobia (El temor al cuerpo negro:
los orígenes raciales de la fobia a la gordura), lo dice de forma muy
simple
… la época de
la esclavitud fue cuando los estadounidenses blancos determinaron que los
estadounidenses negros solo necesitaban lo mínimo, lo cual no era suficiente
para que se mantuvieran en condiciones óptimas de salud y seguridad. Esto hizo
que la gente de color tuviera menos acceso a alimentos sanos, condiciones de
trabajo seguras, tratamientos médicos y otras desigualdades sociales más que
tienen un impacto negativo en la salud.
Incluso antes
de la COVID-19, los estadounidenses negros tenían tasas más altas de
enfermedades crónicas múltiples y una menor esperanza de vida que los
estadounidenses blancos, independientemente de su peso. Este es un indicador de
que nuestras estructuras sociales nos están fallando. Estos fallos —y la consecuente
aceptación de la creencia de que el cuerpo negro es particularmente defectuoso—
están enraizados en una era vergonzosa de la historia estadounidense que
sucedió cientos de años antes de esta pandemia.
A las enfermedades y a la pobreza se suma el abuso
policial y estatal contra los negros. La república democrática sirve de escudo
para defender de forma más segura las ganancias capitalistas, y por lo tanto
reprime a la pobreza y sostiene el odio racial.
Ya en el siglo diecinueve, en el contexto del surgimiento
de una fuerza política como fue la socialdemocracia alemana, Engels afirmó que
el sufragio universal es el «índice de madurez de la clase obrera», pero agregó
que nuestra clase «no puede llegar ni llegará nunca a más en el Estado actual».
Engels estaba diciendo que los trabajadores podemos construir partidos obreros
sin patrones, como fue en sus orígenes el PT de Lula, e incluso ganar
elecciones, pero no podemos avanzar ni un paso más si el Estado sigue bajo la
dominación de la clase burguesa, de la clase propietaria de los medios de
producción, de las empresas.
Hace unos días, en el acto de homenaje a Floyd, su
hermano denunció la acción criminal de los policías y llamó a continuar con la
protesta y la movilización, pero en paz y pensando en votar con inteligencia en
las próximas elecciones a presidente, que se realizarán en noviembre. Este
mensaje, de ejercer el derecho a votar como única arma para luchar contra la
injusticia, es lo opuesto a lo que decía Engels, porque presupone que si Trump
es derrotado en la urnas puede haber un cambio de fondo.
Desde la Guerra de Secesión (1865) hasta nuestros días,
los negros estadounidenses han logrado, muchas veces pagando un alto precio de
sangre, torturas y prisión, fundamentales conquistas democráticas: desde la
abolición de la esclavitud hasta leyes que establecieron la plena igualdad
política y jurídica con el resto de los ciudadanos de Estados Unidos. Pueden
votar, pero ese derecho sobrevive en una democracia donde los derechos civiles
son pisoteados de forma cotidiana para la inmensa mayoría de norteamericanos.
La historia y la realidad de hoy han demostrado que Engels tenía razón: «La
clase obrera, no puede llegar ni llegará nunca a más en el Estado actual».
Engels llamó a cambiar de raíz el sistema capitalista,
con una democracia que solo da libertad a la clase dominante y a sus fuerzas
militares para defender sus intereses. Si el mundo debe cambiar, debe hacerlo
de la mano de las mayorías trabajadoras, que necesitan un nuevo Estado,
dominado por las mayorías explotadas con democracia obrera y al servicio de la
humanidad.
Las máscaras del capitalismo
Desde Marx a la actualidad, la infinidad de máscaras
que tratan de esconder las verdaderas lacras del sistema de explotación que
rige la economía mundial han crecido en cantidad y métodos sofisticados, todos
al servicio de ocultar la verdad.
Pero en las últimas décadas estas máscaras se han
multiplicado de forma exponencial. Para ocultar la fealdad de la pobreza, toda
su secuela de males y la crueldad manifiesta de la injusticia, para controlar y
hacer invisibles las luchas desatadas en todos los países contra la brutalidad
patronal y la dictadura del régimen de explotación vigente en todo el planeta.
Tanto las desdichas de las masas populares y la clase
obrera como las glorias de sus luchas y valientes rebeliones son ocultadas bajo
infinitas capas de máscaras, por direcciones sindicales que negocian lo
innegociable, por intelectuales que miran hacia otro lado, por denuncias que
quedan en eso, por políticos preocupados por la carrera parlamentaria, por
agentes sociales, políticos, sindicales, culturales, religiosos sólo
preocupados por que el Estado de los capitalistas defienda sus intereses
particulares, que consideran mucho más importantes que las convicciones morales
que dicen tener.
La pandemia del COVID-19 expuso la verdadera cara del
sistema capitalista-imperialista, y las lacras comenzaron a emerger… No es
casual que el asesinato de un negro en la ciudad de Minneapolis haya detonado
con tanta fuerza la indignación en el mundo.
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