Quienes en la Argentina se oponen al tratado firmado con la Unión Europea por Bolsonaro (el jefe del Mercosur) y Macri (el subjefe), argumentan que es similar al pacto Roca-Runciman, firmado en 1933 por el vicepresidente de la Argentina, Julio Argentino Roca (hijo) y el encargado de negocios británico Walter Runciman. Décadas antes, Lenin había definido al país como una “colonia financiera” del imperialismo británico, y para la fecha de la firma del pacto, los ingleses dominaban casi toda la red ferroviaria, que llegó a tener unos 50.000 kilómetros de extensión, y parte fundamental de la industria frigorífica; de esa manera, en alianza con el sector de la oligarquía propietaria de las tierras cercanas al puerto, el Imperio fijaba a su conveniencia los precios de la carne que el país le vendía.
El pacto se concretó con una Gran Bretaña debilitada por la Primera Guerra Mundial, y más deteriorada aún por el impacto de la crisis mundial de los años 30, en pleno desarrollo. La Argentina logró el mismo trato que tenían los abastecedores de carne del Commonwealth (Australia, Nueva Zelanda y Canadá), a cambio de lo cual aceptó, entre otras concesiones al Imperio, cederle los transportes de la ciudad de Buenos Aires y, lo más importante, la fundación del Banco Central como única entidad habilitada a emitir papel moneda, en cuyo directorio dominaban los representantes de los intereses ingleses. Sin la menor vergüenza, Roca definió correctamente qué pensaba de nuestro país: “Argentina es la joya más preciada de la Corona Británica”.
El tratado de libre comercio Unión Europea-Mercosur hasta ahora sólo consiste en una carta de intención que abre dos años de negociaciones, aunque deja abierta la puerta a una aplicación parcial. Si finalmente se concreta, la situación del país (al igual que la de Brasil, Uruguay y Paraguay) será similar a la de aquellas épocas: un salto hacia una brutal semicolonización. Todo lo opuesto al rechazo al plan yanqui del Área de Libre Comercio Americana, que fracasó estrepitosamente en la IV Cumbre de las Américas (2005), bajo el liderazgo político de Hugo Chávez y Néstor Kirchner, lo que hubiera sido imposible sin el acuerdo de Brasil.
En el zoológico de las naciones imperialistas no son todas iguales. Estados Unidos es un león –en decadencia pero todavía muy poderoso– y Japón, un tigre bastante desdentado. La Unión Europea, aunque cada vez más amenazada por la disgregación, es una jauría de hienas, algunas más fuertes y otras más débiles pero no menos salvajes y predadoras, lideradas por el “macho alfa”, Alemania. Se pelean entre ellas, con las más poderosas aplastando a las más débiles, como ocurrió con Grecia, pero de conjunto la UE se comporta como corresponde a su carácter imperialista.
Como cualquier imperialismo, la UE tiene interés en la “primarización”, es decir, en el saqueo de los recursos naturales, las materias primas de los países atrasados: petróleo y gas, minerales, pesca, madera, producción agropecuaria, etcétera. Pero además, busca dominar los mercados internos, el sistema financiero y los servicios de los países atrasados, y también algo fundamental, los recursos humanos, es decir, el “mercado laboral”, que somos los trabajadores. En síntesis, cualquier cosa que les sea útil a sus monopolios transnacionales para obtener ganacias extraordinarias.
Invierten en software en Uruguay y Argentina porque esos países tienen un nivel cultural relativamente alto que suministra mano de obra calificada y barata; en el comercio (cadenas transnacionales de supermercados), y en la industria (terminales automotrices yanquis, europeas o japonesas en Brasil y Argentina).
En cuanto a los mercados internos de nuestros países, también quieren dominarlos cuando son apetecibles, es decir, cuando existen importantes burguesías y clases medias con buen poder adquisitivo, como las que hay en Brasil, en menor grado en Argentina o las que se están desarrollando aceleradamente en China.
Cuando las transnacionales invierten en China o en las maquilas mexicanas para explotar mano de obra barata no “primarizan” sus economías; al contrario, las “industrializan”. Cuando Menem privatizó el monopolio estatal de la telefonía (ENTel), se lo regaló a Telefónica de España y a Telecom (en ese entonces italiana), que hicieron grandes inversiones porque era una rama rentable. Y bajo su gobierno no se destruyó la poderosa industria de la alimentación o de la cerveza de la burguesía argentina, simplemente se “extranjerizó”: fue comprada por transnacionales de otros países.
Hoy, los imperialistas no quieren destruir Odebrecht (construcción), Embraer (aviones) o Petrobras (petróleo) en Brasil, ni las poderosas transnacionales Techint (caños sin costura para la industria patrolera) o Arcor (alimentación) en Argentina. No quieren que sus equipamientos se conviertan en chatarra ni que se pierda el know how de sus profesionales y obreros calificados. Quieren quedarse con ellas a bajo precio, totalmente o como socios de los Estados o las burguesías locales.
Finalmente, una prioridad del imperialismo es dominar el sistema financiero de los países atrasados. No le basta con sus instituciones internacionales, como el FMI y el Banco Mundial. Tampoco le alcanza con las filiales de sus grandes bancos, como el JP Morgan, el HSBC o el Deutsche Bank, ni con imponer en los países atrasados la liberalización total del flujo de capitales para que sus fondos de inversión puramente especulativos, como Black Rock, hagan fortunas entrando y saliendo a gusto y placer, y generando así una monumental fuga de capitales, o sea, de la riqueza producida en nuestros países. Quieren también quedarse con la banca estatal que, al estar bajo el control de los gobiernos nacionales, toma decisiones políticas (créditos, renegociación de deudas) en favor de las grandes burguesías de nuestros países. En Argentina es histórica la ofensiva del FMI para privatizar el Banco Nación y el Banco de la Provincia de Buenos Aires que, entre otras cosas, son los grandes acreedores de la poderosa y pujante burguesía agropecuaria.
En Brasil está, por ejemplo, el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), que cometió el pecado de financiar a Odebrecht para que se convirtiera en una transnacional capaz de competir con las constructoras yanquis dentro mismo de Estados Unidos. Para corregir semejante “nacionalismo”, Bolsonaro acaba de echar de la presidencia del BNDES a Joaquim Levy, porque no buscó inversiones en el exterior y no abrió la “caja negra” de los préstamos que el banco realizó a Cuba y Venezuela durante los años de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT). Y nombró en su reemplazo a Gustavo Moreira Montezano, que hasta ahora era secretario de Desestatización (¡!) y Desinversiones (¡!) del Ministerio de Economía de brasileño.
Tomada de conjunto, la ofensiva económica imperialista sobre los países atrasados, en este caso de la Unión Europea sobre el Mercosur, es “de amplio espectro” y tiene como objetivo llevar al extremo la colonización económica de nuestros países, para lo cual se apoyan en gobiernos como los de Macri y Bolsonaro.
Es cierto que, al igual que el capitalismo preimperialista, quieren vender sus mercancías en nuestros países compitiendo con la producción local sin trabas económicas (aranceles para las importaciones) ni políticas (leyes proteccionistas), lo cual implica la destrucción de ramas enteras de la industria local, es decir, la “desindustrialización” o “primarización”. Pero lo característico del imperialismo, nacido a fines del siglo XIX y estudiado a fondo por Lenin, ya no es la exportación de mercancías sino la exportación de capitales de todo tipo: industriales, comerciales y financieros.
Con esta herramienta, los imperialistas provocan una deformación total de nuestras economías nacionales. Logran que el país compre lo que a ellos les conviene y produzca sólo lo que a ellos les conviene. El resultado es un empobrecimiento de nuestros países, el hundimiento en la miseria de nuestros trabajadores y jubilados, y el crecimiento acelerado de una masa de desposeídos condenados al trabajo precario o a la desocupación crónica.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que los éxitos que los imperialistas puedan lograr no implican que desaparezcan las contradicciones. Nuestros países, sus burguesías y sus Estados siguen existiendo, y ninguna clase social que se deja arrebatar lo que tiene sin luchar. Por algo están en crisis los gobiernos de Macri y de Bolsonaro aunque nuestras clases trabajadoras hoy están a la defensiva.
Menos aún desaparecerá la contradicción entre explotadores y explotados, entre burgueses y trabajadores. Esta lucha de clases sólo se atenúa cuando existe la posibilidad económica del reformismo, es decir, de que la clase trabajadora y el pueblo pobre arranquen concesiones a los capitalistas. En estos tiempos ocurre todo lo contrario: no hay márgenes económicos para el reformismo, y cuantos más éxitos logran los imperialistas, más aguda se hace esta contradicción. Hasta que se llega al punto en que se combina la desesperación de diversos sectores sociales –obreros, clases medias empobrecidas, marginados e incluso sectores burgueses desplazados– en furiosas rebeliones como las del Magreb y el norte de África (la mal llamada “primavera árabe”) o la de 2001 en Argentina.
Publicado originalmente en: https://esquerdaonline.com.br/2019/08/02/acuerdo-union-europea-mercosur-un-tratado-para-colonizar-nuestros-paises/
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